Alberto Ruiz-Gallardón paseando con sus perros
Alberto Ruiz-Gallardón paseando con sus perros - óscar del pozo

El adiós de Alberto Ruiz-Gallardón

Se ha ido del Gobierno y ha vuelto a Madrid, como consejero consultivo. He aquí su historia: la del éxito y la de la agonía en el Ejecutivo de Rajoy

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A Mar, su esposa, le dice que no se inquiete. Que vaya a ver «Tristán e Isolda» al Real. Él no tardará. Le han llamado de Génova, 13. Cuando entra en la sala le esperan tres personas, nerviosas. Cuando sale, el nervioso es él: «Mariano, tú has tomado tu decisión. Y yo la mía. Voy a dejar la política. No quiero hacer daño al partido, pero no puedo seguir así. Anunciaré mi marcha». Mariano es Rajoy, y el dimitido, Alberto Ruiz-Gallardón. Los otros dos asistentes son Esperanza Aguirre y Ángel Acebes.

Pero, aunque pudiera parecerlo, no es el 23 de septiembre de 2014, día de su sonada renuncia a la cartera de Justicia. Y a la política. Es enero.

Y estamos en 2008. «Arg», el acrónimo que usan sus colaboradores para referirse a él cuando no les oye, acaba de hacer su primer mutis. Él no lo sabe, pero ese día termina su etapa feliz en la política: la que recorre sus envidiadas cinco mayorías absolutas en Madrid, conseguidas gracias a una gestión ambiciosa y cara. Pero también a una imagen de político centrista, construida a base de fotografías con Sabina y peleas con Aznar y Aguirre. Un escaparate que le llena los bolsillos de papeletas de madrileños «progres» y no los vacía del todo de los pata negra del PP.

Aunque algún susto recibe: en plena guerra con Federico Jiménez Losantos, que desde la radio le acusa de traicionar a la derecha, estuvo a punto de perder la mayoría en las elecciones municipales si no hubiera sido por el plus de apoyo de electores moderados que cosecha en la capital. Esa noche suda cuando el recuento arranca de los distritos más conservadores. Los periodistas le esperan y tarda en bajar del despacho. Lo hace con su corbata de lana granate (como la de la despedida del martes o la de la boda de su hijo Alberto), sus zapatos italianos del barrio de Salamanca y el alivio en su espina dorsal. Sus fieles Manuel Cobo y Marisa González parecen haber pasado una guerra cuando caminan hacia las cámaras. Su tirón con la izquierda, de nuevo, le ha salvado.

Hasta hereda la amistad de su padre José María con Jesús Polanco. Es cuando Alberto y el dueño de Prisa toman habitualmente café en la casa que el editor tiene en el pueblo madrileño de Valdemorillo, donde precisamente ayer su viuda Mari Luz Barreiros casó a su hijo. Maldita la gracia que le hacen a Aznar los guiños «progres» de Alberto. El presidente no le traga. Y menos cuando el 2 de mayo de 1999 lee en ABC una entrevista en la que el marido de su amiga Mar Utrera (ella los presentó) dice que está preparado para disputarle el trono de La Moncloa.

Los exabruptos que profirió el hoy presidente de honor del PP, según relatan ministros de aquella época, son intransferibles al papel. Hará falta otra mujer, Ana Botella, para recomponer, cuando Gallardón se convierte en su «jefe», la inexistente relación. Aznar pasa a ser Jose para Alberto cuando se convierte en consorte de Botella y asiste todos los 11 de diciembre, día del cumpleaños del alcalde, a la celebración en la casa de los Gallardón-Utrera, en el barrio de Chamberí. El piso en el que el abuelo Gallardón tenía su despacho de abogado.

Las extrañas carambolas del destino hacen que Aznar termine contribuyendo con unos buenos euros a la compra de un equipo musical por parte de los asistentes al aniversario de su otrora enemigo. «Y lo hizo a escote y con una sonrisa», relata divertido otro invitado. Hasta que el día de San Fermín de 2002 el jefe del PP, embarcado en la guerra de Irak, encuentra un rato para llamar a Gallardón cuando almuerza en la casa de su suegro, el exministro de Franco José Utrera Molina, y pedirle que vaya pitando a La Moncloa. «Tienes que ser alcalde, Alberto. Solo tú ganas», le convence. Aquello sabe a caramelo envenenado. Pero él nunca dice no.

La pirueta de Aznar le lleva a migrar a un ayuntamiento que él mismo había dejado exangüe, vacío de competencias. Y lo que es peor: La Moncloa coloca en su cargo a Aguirre, ávida de hacerle comer a su rival Alberto el pan ácimo que él administró con delectación a Álvarez del Manzano.

Pero volvamos a enero de 2008. De nuevo Aguirre le ha vuelto a ganar. Si Gallardón quiere ir en la lista de Rajoy, ella también. El cargo de alcalde es compatible con el escaño; el de presidenta no. Por ello el órdago es mayúsculo: está dispuesta a dejar en manos de Ignacio González (cuatro años después su marcha a medias de la política haría realidad este cambio de papeles) nada menos que la Comunidad de Madrid. Y claro, Rajoy no puede permitirlo. Esperanza es su enemiga. Tanto, que si no es por barones como Camps o Feijóo ella habría dado un paso al frente para disputarle su despacho de Génova.

El alcalde está furioso

Pero el alcalde está furioso: «No me podéis hacer esto -les espeta-. Llevo treinta años en este partido, ayudé a fundarlo, me he dejado la vida y nunca he pedido nada. Es la primera vez que lo hago, era mi ilusión». Y tanto: la Ítaca de Gallardón es La Moncloa y le acaban de cerrar el paso. Pero este desiderátum de 2008 también serviría de plantilla para su despedida del pasado martes. Su hijo Ignacio está con su madre viendo «Tristán e Isolda» cuando su padre se indigna con Rajoy. Ahora, seis años después y ya abogado, vuelve a escuchar ese lamento sentado junto a los periodistas en el Ministerio de Justicia.

Ni él ni sus hermanos Alberto, José (bautizado así por sus abuelos paterno y materno y por su tío, el hermano fallecido de Gallardón) y el pequeño Rodrigo son políticos. Pero en esa casa cerca de Alonso Martínez, y en la de la playa que su padre mandó construir en Nerja, junto a la de los Utrera, se oye mucho a Bach y a Los Secretos, se compran muchos libros (Mar Utrera los devora), pero, sobre todo, se mastica la política como si fuera un plato de verduras de «El Qüenco de Pepa», uno de los restaurantes madrileños preferidos del ministro dimitido. Con un abuelo como Tebib Arrumi, cronista durante el franquismo, el nieto consume prensa de madrugada, casi a la misma hora que pone el despertador para ver los entrenamientos de Fórmula 1.

De nuevo, la fatídica tarde de enero de 2008. Mientras baja en el ascensor al garaje con Esperanza, recuerda cuando ambos se conocieron en el ayuntamiento a las órdenes de Álvarez del Manzano. Sabe que ella sigue sin perdonarle su gesto en el tórrido junio de 2003 en la Asamblea, el día que no se levanta de su escaño cuando Eduardo Tamayo, el tránsfuga que impidió que el PSOE e IU formaran gobierno, sube a la tribuna de oradores. El nuevo grupo popular que ella presidía abandona el hemiciclo en protesta por ese comportamiento antidemocrático. Pero Alberto se queda. Y ella interpreta que es una manera de cuestionarla. Nunca olvidó ese desaire. Lo escribió en una biografía autorizada («La presidenta», 2006) que levantó ampollas en Génova.

Por eso, le pasa a cuchillo en cuanto puede: en octubre de 2004, la mano derecha del alcalde, Manuel Cobo, intenta, en nombre de su jefe, disputar la presidencia del PP a Aguirre. Sale noqueado. Decenas de diputados asisten días después, en la Junta Directiva del PP regional, a un aquelarre contra el regidor. Gallardón aguanta impasible la ducha de descalificaciones mientras se frota sus ojos, que, aunque ya no sufren miopía, sigue escondiendo detrás de unas gafas. Gajes de la telegenia. Esa noche, Cobo y un compañero terminan de madrugada, corbata en mano, ahogando el llanto en un bar de la calle Sagasta. Gallardón, no. Él no muestra sus debilidades.

Su primer mutis

Pero el fiscal en excedencia, pese a todo, no se va. El primer mutis, el del ascensor, solo queda en intento. Todavía verá cómo la candidatura de las calabazas de Rajoy tampoco consigue echar a Zapatero del Gobierno. Quedan tres años para pisar La Moncloa, aunque sea de ministro y no de presidente. Antes, su esposa sufrirá un carcinoma de mama del que hoy está totalmente curada. Pero que deja secuelas en el ánimo de la familia. Una dolencia que, curiosamente, compartirá meses después con Aguirre. En diciembre de 2011, será su segundo mutis: su «querido Mariano» le nombra titular de Justicia y deja el ayuntamiento en manos de Ana Botella.

El círculo que abrió Aznar en 2002 se cierra. Ha perdido dos candidaturas olímpicas y soterrado la M-30 en una obra que, a pesar de la deuda de 7.000 millones, es bien valorada por los madrileños. Y se va. Algunos de sus colaboradores dicen que huye al Palacio de Parcent. Ligero de equipaje, tan solo se acompaña de dos o tres colaboradores y de su fiel secretaria Nuria. Le espera, además de la reforma del aborto, el caso Bárcenas. Muchos compañeros le acusarán de inacción en defensa de su partido en la investigación que se sigue contra el extesorero del PP. Él siempre contesta lo mismo: la Justicia hablará.

«Madrid le aburría»

Cuando abandona el Palacio de Cibeles, en una ceremonia de emociones imperceptibles, se deja más de un pelo en la gatera madrileña. Parece dejarse su cabellera entera. Se deja el acrónimo (ya nadie volverá a llamarle Arg, sino ministro), a parte del equipo que le acompañó durante sus 16 años en la política local y hasta un trozo de alma. Parece empeñado en borrar su pasado de las cinco mayorías absolutas. «Madrid le aburría», dicen. Fue cabeza de ratón y mandó todo: era de los pocos alcaldes a los que el entonces Rey Juan Carlos llamaba y convidaba a comer. Pero todo lo cambió por ser cola de león: el jefe ya no era él. Tenía varios superiores: un presidente, una vicepresidenta, una secretaria general y hasta en la prelación del Estado un ministro como el de Exteriores, siempre por delante.

Pero era su soñada La Moncloa. Rajoy le encomendó moverse en las arenas movedizas de la ley del aborto. En primer tiempo de saludo, la defendió sin matices. Paradojas de la vida: Sabina, que le llamaba «tío» y «colega», ahora le tilda de «facha»; y la derecha, que le detesta, le elogia. Pero siempre sin el apoyo de su partido: ni en su primera versión díscola ni ahora, en la ortodoxa. Perdió el favor de la opinión pública (en los sondeos solo ganaba a Wert), ese terreno en el que el primer Gallardón, el arrollador, mejor se movía. Pero dicen que el ego le mató. Y su vida ha vuelto a hacer otra pirueta: deja el Gobierno y vuelve al lugar del que huyó, Madrid. A su Consejo Consultivo, donde cobrará 8.000 euros brutos. Y a las órdenes de Ignacio González. Otro de sus enemigos junto a Aguirre.

«El que ha osado volar como los pájaros, una cosa debe aprender: a caer». Lo dijo Rilke. Y Gallardón cuando felicitaba las Pascuas.

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