Análisis

Iglesias, vicepresidente

«La retórica con que ambos adornarán su —¿inminente?— acuerdo será la coartada perfecta: dos partidos responsables cederán para lograr un "Gobierno progresista"»

Principio de acuerdo entre PSOE - Unidas Podemos para formar gobierno

El secretario general de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, durante la noche electoral Reuters
Manuel Marín

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En pleno verano, Pedro Sánchez justificó el fracaso de un Gobierno de coalición con Podemos con el argumento de que «no podría dormir tranquilo» con Pablo Iglesias empotrado en La Moncloa. Después, Iglesias replicó que si se presentaba a las elecciones era para no ser vetado por el PSOE en un Ejecutivo mixto, y para ejercer como factotum de Moncloa con la gestión de un presupuesto propio que Sánchez no pudiese fiscalizar. Ahora, uno de los dos tendrá que asumir que se le calentó la boca e iniciar un proceso de rectificación porque la versión de ambos resulta incompatible. Pero la retórica con que ambos adornarán su —¿inminente?— acuerdo será la coartada perfecta: dos partidos responsables cederán para lograr un «Gobierno progresista» . Y lo pasado, pasado está.

Sin embargo, no es previsible que sea Iglesias quien ceda. Aspira a ser vicepresidente del Gobierno, a tener un número proporcional de Ministerios bajo su control —seis o siete, en principio—, y a condicionar la política presupuestaria de Sánchez sin intromisiones del Ibex o la casta de la UE, o sin la presión del empresariado. Objetivamente, a Iglesias nunca le ha anulado el riesgo de mantener pulsos a Sánchez, ni le ha penalizado en exceso vetar su investidura en dos ocasiones. Iglesias siempre supo conservar su línea de flotación a salvo de cañonazos electorales . No es aquel Podemos que vibraba amenazando con tomar el cielo por asalto, pero tampoco un vaivén al albur de la movilización de su electorado. Tres millones de votantes en el peor momento anímico de Podemos son un refuerzo tan tranquilizador como el ridículo hecho por Íñigo Errejón.

Probablemente no habrá un tercer proceso electoral, pero el problema de Sánchez una vez más no tiene por qué ser la investidura, sino el margen de maniobra de que disponga para una gobernabilidad sólida. Primero, porque ha perdido para la causa a Albert Rivera , con quien hasta en dos ocasiones pudo haber fraguado una alianza, incluso con mayoría absoluta garantizada. El error de cálculo de Rivera, en este sentido, ha sido dramático para sus expectativas personales de liderar la derecha , para la consolidación de un espectro político moderado y liberal en una España radicalizada, y para resolver un conflicto de fragmentación ideológica persistente y causante de bloqueos perpetuos. Y segundo, porque Iglesias solo se ha presentado a las elecciones para pasar factura a Sánchez y hacerle pagar su desprecio personal , su soberbia parlamentaria y su arriesgada maniobra para lograr más de 140 escaños que forzaran al líder de Podemos a una jubilación anticipada.

Ahora, a Sánchez solo le queda recurrir a la dialéctica para paliar su resignación —los españoles ensordecerán con el soniquete de «Gobierno progresista»—, y conformar un Ejecutivo endeble, de incierto futuro, repleto de desconfianzas mutuas, y marcado por recelos y maneras cainitas. Un «Gobierno progresista» que necesariamente vivirá fricciones internas cuando la contención del gasto público y el déficit, en un entorno de enfriamiento progresivo de la economía, obligue a Sánchez a comunicar a Iglesias que la demagogia populista tiene un límite. La novedad es que si esa coalición solidifica, España dejará tras de sí la incómoda incertidumbre del bloqueo institucional perenne para sumirse en la pésima certeza de un Gobierno manirroto, arbitrario y revanchista . Y todo, bajo la estética virtual de un eco-socialismo solidario, un feminismo de titulares, el género como única ideología, y el impuestazo como solución.

La gran paradoja es que el Podemos más débil, el Iglesias de los tres millones de votos capaz de perder más de dos en un solo año, es el dueño de la gobernabilidad. Ha convertido a Sánchez en su rehén. El PSOE no puede permitirse nuevas elecciones tras perder 800.000 votos, y después de que Sánchez haya desgastado su aura de triunfador ocasional y forzado. Sánchez necesita una tregua y asegurar un mínimo de dos años de Gobierno que le permitan ahormar las imposiciones de Podemos como algo natural... y obligado. Por eso se le forzará a renegar de su vigente discurso contra el separatismo catalán y a aceptar «mesas de diálogo»; por eso el independentismo retornará a los «relatores» como notarios del sanchismo; y por eso el plan fallido de Sánchez, que consistía en sacudirse a Podemos y cortejar a Ciudadanos, le ha roto por la cuaderna. Hoy Iglesias huele más que ayer a vicepresidente.

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