París-Roubaix

Éxtasis de Colbrelli y desolación de Van der Poel en una Roubaix agónica

La clásica del adoquín se disputó en condiciones durísimas, por la lluvia, el frío y el barro

Las impactantes imágenes de la París-Roubaix: épica en el 'Infierno del Norte'

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El resumen de seis horas de ciclismo agónico es el césped del velódromo de Roubaix, donde llora y grita el italiano Sonny Colbrelli, la cara bañada de barro al estilo de los mineros, pura alegría después de ganar la gran clásica del adoquín, la París-Roubaix. En la misma secuencia llora Mathieu van der Poel, el rostro tapado, tumbado boca abajo, sin consuelo posible después de perpetrar una carrera colosal, al ataque, y quedar tercero en un esprint de tres después de 257 kilómetros. Es el epílogo de una prueba agónica, más superlativa que nunca en la angustia del lodo, la lluvia, el pavé, las caídas y el instinto de supervivencia.

Hace dos años que no se celebra la París-Roubaix por la pandemia y hace 125 que se disputó por primera vez . Y ya pueden pasar los años que la prueba del norte de Francia no pierde su esencia. Se trata de vencer a los caminos de adoquín, al rebote de las bicicletas, al dolor de antebrazos y riñones, a los amigos de Roubaix que cada año realizan el mantenimiento de las carreteras con esmero como si fuera su jardín. Se trata de no ceder ante una secuencia de obstáculos, que, como este domingo, convierten Roubaix en el paraíso del sufrimiento.

Nada es más agradable que vencer al padecimiento. Y no todos lo consiguen en el mayor de los monumentos del ciclismo. La carrera es una yincana solo apta para mentes inteligentes, ciclistas hábiles y tocados por la suerte. Durante algún tramo de la mañana lluviosa camino de la frontera con Bélgica, se va al suelo un ciclista cada tres minutos, imposible mantener la verticalidad en un lugar preparado para hacer caer.

La nómina de anónimos y célebres rodando por el barro es interminable y más cuando se cruza el ecuador, allá por el bosque de Aremberg, pequeño panteón para mayor gloria del pavés, en el que sale la carrera descompuesta. Es la propia naturaleza la que selecciona al personal y no tanto la táctica o la estrategia.

La televisión regala imágenes únicas, rostros consumidos por el lodo, cuerpos de mineros que son irreconocibles desde la visión frontal, ojos achinados y llenos de barro, rozones, caídas, motos por los suelos, ciclistas enredados. Un frenesí del que sale escopetado Gianni Moscon, el cascarrabias italiano del Ineos . Quiere triunfar para el antiguo Sky, que lo ha ganado todo salvo esta prueba milenaria.

Y está a punto de franquear ese umbral porque Van der Poel, que debuta y es el más combativo parece cansado antes del Carrefour de l'Arbre, el último tramo cinco estrellas de adoquines y curvas anegadas por el agua. Pero el italiano pincha primero y se cae después, y concede una ventaja superior.

Van Aert, que lleva dos meses persiguiendo enemigos , se ha dado por vencido ante la pujanza de Van der Poel, incontenible en Roubaix. A la espalda del holandés viaja Sonny Colbrelli, cuatro victorias en septiembre, tipo astuto que se separa en el barro para evitar caídas y se pega en el asfalto liso para correr junto al favorito.

A ellos llega el pipiolo belga de 22 años Florian Vermeersch , ante la oportunidad de su vida. Los tres enlazan con el velódromo de Roubaix, meta en las últimas décadas de la carrera, y allí palidece Van der Poel. Reacciona tarde, se confía en su potencia, deja hueco y no tiene pegada en el esprint. Acaba tercero. No siempre el mejor y el más dotado es capaz de ganar por aplastamiento. Los demás también piensan, también juegan. Colbrelli, que estiró la goma durante tres dos horas, llora al recibir su trofeo. Una priedra en homenaje a Roubaix.

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