Kuorga

Un buen número de las casi 300.000 grullas que pasan el invierno en la Península estarán ya instaladas en nuestras dehesas, campiñas y marismas

Javier Hidalgo

Quizás sea la grulla el ave que me despierta los sentimientos más profundos, tal vez por su notable tamaño, por su inveterado afán viajero o quizás por su acervado espíritu salvaje, que tan bien reflejado se muestra como una señal de libertad en su penetrante grito, cruu, el cual casi siempre se deja oír en la distancia aun cuando no tenemos el ave a la vista.

A estas alturas del otoño, un buen número de las casi 300.000 grullas que pasan el invierno en la península ibérica, estarán ya instaladas en nuestras dehesas, campiñas y marismas en donde buscan bellotas caídas de las quercíneas, granos de los rastrojos de arroz y maíz, plántulas de cereal y una amplia gama de animales invertebrados como lombrices o caracoles y de pequeños vertebrados como lagartijas, ratones y hasta peces. Dejaron de criar aquí a mitad del siglo pasado por el deterioro o la desaparición de los hábitats que necesitaban para ello y las que nos llegan como invernantes proceden de las latitudes norteñas donde crían, desde los bosques pantanosos alemanes hasta la tundra ártica, en una franja geográfica que se extiende entre Dinamarca y Rusia. Los grupos familiares, integrados por los dos adultos y uno o dos pollos del año, se congregan para la migración formando grandes bandadas al final del verano y se desplazan hasta los países mediterráneos siguiendo dos rutas principales. La más frecuentada discurre por la costa atlántica europea, desde el Báltico hasta el suroeste francés, entrando a España por los Pirineos de Navarra. La otra atraviesa los países del este de Europa hacia el norte de Italia y sigue por la costa oriental de Francia para entrar en la península sobrevolando el Pirineo catalán. Sus jornadas viajeras pueden cubrir hasta 2.000 kilómetros sin interrumpir el vuelo, en el que los integrantes de la bandada se disponen en forma de V para rentabilizar el gasto energético.

En otro tiempo fue una especie cazable aunque muy difícil de cobrar por su acentuado salvajismo. El método habitual consistía en esperarlas a la entrada o la salida de sus dormideros, extensas y poco profundas láminas de agua, donde encuentran la seguridad nocturna ante posibles predadores como lobos u hombres. A ellas acuden a la puesta de sol y las abandonan al rayar el alba. Su carne, aunque comestible, tiene poco valor gastronómico, si bien estas aves han sido perseguidas en la creencia de que poseen cualidades que potencian la longevidad: «el que come carne de grulla cien años dura», reza un viejo proverbio de nuestros campos.

Kuorga, que es su nombre lapón y que significa «el ave que es tan grande como unas persona», siempre despertó el interés y la curiosidad en los medios rurales de sus países de origen: «¿acaso no has sentido alguna vez el ansia de seguir a las aves viajeras que en otoño se dirigen al sur…?» (Bent Berg, 1944). Representaciones de esta elegante ave aparecen ya en cuevas prehistóricas y en mosaicos romanos. Y hasta el siglo XX, ejemplares de esta especie han servido para adornar jardines de la nobleza y la realeza.

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