Nelson Mandela entrega la copa de campeón a François Pienaar
Nelson Mandela entrega la copa de campeón a François Pienaar - reuters

Nelson Mandela, el político que unió a su pueblo a través del rugby

Se cumplen 20 años de la final del Mundial de Sudáfrica, con el que «Madiba» consiguió el apoyo para una selección en la que solo jugaba un hombre de raza negra

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Nelson Mandela alzó los brazos al cielo de Johannesburgo nada más entregar la copa a François Pienaar. Sudáfrica acababa de ganar el Mundial de rugby, pero Mandela celebraba algo que abarcaba mucho más allá. Mientras el capitán de Sudáfrica levantaba la copa tras vencer contra todo pronóstico a Nueva Zelanda, el estadio vitoreaba a su líder. No al del campo, sino al político.

Han pasado 20 años desde aquella imagen en el Ellis Park. «Madiba» consiguió que los Springboks se convirtieran en un símbolo de unión, en algo que representara la nueva Sudáfrica. Antes del campeonato del mundo, la selección era abucheada allá por donde iba. No la reconocía ni su propio pueblo, porque representaba a la minoría blanca que ejercía el poder.

Pero Mandela, el hombre que siempre buscaba el apoyo, incluso entre sus enemigos, supo ganarse para la causa a aquellos jugadores que representaban a su país con un único jugador negro en la plantilla, el ala Chester Williams. Logró que, por primera vez, blancos y negros lucharan por un único objetivo común, en un país en el fútbol era el deporte mayoritario.

Mandela vio la posibilidad de cambiar aquella situación y apostó por el Mundial de rugby, un deporte del que desconocía casi por completo las reglas. Fue una lucha personal y un desgaste tal que aquel 24 de junio de 1995 fue el día más feliz de su vida. Más incluso que el día que fue liberado de la cárcel, como asegura John Carlin, autor de «El factor humano», que narra este episodio de la vida del expresidente.

Había conseguido que los negros adoptaran a los Springboks y los auparan hacia aquella victoria, que el pueblo con más división de la tierra cambiara de opinión. Es imposible olvidar cómo blancos y negros vitoreaban su nombre aquel día en Johannesburgo, ni la conversación que se hizo pública tiempo después entre el presidente y el capitán de la selección. «Gracias, François, por lo que has hecho por nuestro país». «No, señor presidente. Gracias a usted por lo que ha hecho por nuestro país», replicó él.

Una final épica

Sudáfrica lo había hecho todo bien a lo largo de todo el torneo, pero nadie apostaba por ella en aquella final contra Nueva Zelanda. Los All Blacks habían arrasado. Habían desplegado el mejor rugby del campeonato y casi contaba ya con un nuevo título, pero se encontraron con los Springboks y con un Ellis Park repleto y dispuesto a dar mucha guerra.

Las defensas fueron claves en el partido. Tanto que ninguno de los dos equipos consiguió un ensayo. Sudáfrica se centró en secar a Jonah Lomu, considerado por muchos como la gran superestrella mundial del rugby. Y la estrategia le salió bien a los Springboks, que consiguieron sacarlo por completo del juego.

El partido avanzó a base de golpes de castigo. Mehrtens, por parte de Nueva Zelanda, y Stranksy, de Sudáfrica, se encargaron de llevar el resultado hasta el 12-12 y forzar la prórroga. Fue entonces cuando se hizo vital el apoyo no de los 63.000 espectadores del Ellis Park, sino de los 42 millones de sudafricanos. Los jugadores eran conscientes de lo que suponía aquel partido y se llenaron de júbio cuando Stransky recibió el balón y consiguió el drop ganador con su bota derecha. El 15-12 subía al marcador y Sudáfrica conseguía algo mucho más importante que un título mundial.

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