José Manuel Lucía Megías

Noche de teatro con «El vergonzoso en palacio»

«Lo que se vive en el Teatro de la Comedia, lo que se vivirá en las próximas semanas y meses es un canto a la vida que todos debemos cuidar»

Me gustaría comenzar por el final de lo que sería una crónica usual del estreno de una obra de teatro. Pero, ¿hay algo que sea usual en estos tiempos de pandemia? Al terminar la representación de El vergonzoso en palacio en el Teatro de la Comedia de Madrid, cuando el conjunto de los actores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico bailan en el escenario, y los aplausos se suceden fila a fila, palco a palco, piso a piso, no he podido dejar de llorar . Me han emocionado los aplausos, pero también el arte desplegado por los actores, los técnicos, el montaje, así como las risas y el silencio a lo largo de toda la representación. Las casi dos horas que dura el montaje de la obra de Tirso de Molina, en el ritmo necesario que le ha impregnado Natalia Menéndez , se han pasado como un suspiro y el final ha sido apoteósico: no solo por el resultado feliz de todas las tramas que va trenzando Tirso en su comedia, sino por ser todos conscientes de estar viviendo una experiencia que es única. Toda representación teatral es única, irrepetible. Y casi nos habíamos olvidado de ello. Y ahora lo volvemos a sentir, a vivir. Los teatros son vida. Una vida sin el teatro, sin el arte no puede llamarse realmente vida. Y este momento único bien valen unas lágrimas de vida.

Y lo que se vive en el Teatro de la Comedia, lo que se vivirá en las próximas semanas y meses es un canto a la vida que todos debemos cuidar.

La tarde prometía. Esta tarde de Madrid, a pesar de las obras y las zanjas en la Calle del Príncipe, a pesar de las mascarillas y de los reflejos tristes de los saludos sin tacto , las distancias a los que nos vamos acostumbrando, prometía. Mientras esperaba, en mi distancia reglamentaria, delante de la taquilla, vi acercarse a dos mujeres cogidas del brazo. Andaban despacio, con cuidado de no tropezar y saludando con las miradas a diestro y siniestro. La tarde prometía me dije cuando reconocí debajo de sus mascarillas los rostros de Nuria Espert y Julieta Serrano .

Entré pronto en el teatro. Primer piso, fila uno, butaca 21. Me senté en mi asiento porque quería ver cómo se llenaba poco a poco el teatro, con sus butacas separadas, con esas protecciones rojas que marcan los asientos que no pueden ser utilizados, los que permiten mantener las distancias de seguridad. Si el teatro es vida, ahora, más que nunca, es vida segura. Y desde esta atalaya privilegiada fui viendo cómo, poco a poco, el teatro se iba llenando al ritmo frenético del personal de sala. Y todo parecía una ofrenda, todo volvía a recuperar el ritmo necesario de un lugar que nos protege, que nos alimenta, al que debemos guardar todo el respeto posible. El respeto de las distancias, el respeto del tiempo . Mascarillas de diversos colores y formas aumentaban la curiosidad del que todo lo quería ver y todo lo quería recordar. En la entrada, un L luís Homar, con su mascarilla negra y su pelo gris al viento de los saludos, recibía desplegando sonrisas ocultas y miradas de complicidad. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con la coreografía de la entrada de un teatro.

Y hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una obra de nuestro repertorio clásico en el Teatro de la Comedia. He llorado -ya lo he confesado-, pero también me he reído, me he sorprendido por algunos hallazgos poéticos de Tirso y de la magnífica escenografía y la actuación de los actores. Los espejos son necesarios en una obra de enredos y de medias verdades, de engaños y de mentiras . Todos los personajes tienen un doble lenguaje, manejan vidas soñadas y temidas, y todos ellos desean que el reflejo sea la realidad de sus sueños. No sabría con qué historia quedarme de todas las desplegadas por el escenario, pues todas tienen su aquel. Frente a lo que sucede con Lope -que hace un uso excesivo de los criados y graciosos en busca de la complicidad cómica del espectador -, aquí la comedia, la risa procede de los vergonzosos y de las desvergonzadas en palacio, todos atados o zarandeados por ese dios que no tiene vergüenza: ¿No se le pinta desnudo?, como dirá en su momento Magdalena. Al margen del duque de Avero, y de doña Juana, personajes necesarios pues son hilo que unen el tapiz de relaciones del resto de los personajes, magníficas doña Magdalena y doña Serafina, las hijas del duque que se ven zarandeadas por el amor : magnífica la escena en la que Magdalena se confiesa ante don Duarte y lo hace en sueños para salvar su honor (¡Ay, los sueños sueños son!, como se repite en la obra ) o el enamoramiento de vista de Serafina cuando ve su propio retrato vestida de hombre (un nuevo Narciso), en un juego de identidades sexuales más del gusto de la época de lo que podríamos imaginar. Y junto a estos hilos de engaño amoroso, el hilo del honor que van tejiendo los pretendientes que, sin tenerlo, se valen del poder del rey para conseguir sus pretensiones de hacerse con el botín de las hijas del duque, o del secretario Ruy Lorenzo , que ha querido con un engaño vengarse de la afrenta hecha a su hermana por el Conde de Estremoz y, sobre todo, la figura de Lauro que esconde tras la pobreza de sus ropas de pastor la figura de don Pedro de Coimbra, ni más ni menos que el tío del rey de Portugal. Cambios de identidad y cambios de traje en una comedia delirante en que los versos de Tirso, de un Tirso en estado de gracia, brillan con luz propia. Y todo en un ambiente carnavalesco que se multiplicaba en la magnífica representación de todos los actores, a cual más feliz de volver a vivir en las tablas de un teatro.

Acaba la representación. Acaban los aplausos y los ruidos de ambiente, de ese espacio en que los “animales” van ocupando el escenario para cambiar la simple y efectiva escenografía, y todos en nuestros asientos esperamos pacientemente nuestro turno para salir, fila a fila, a la calle. El orden de los ritos y de las ceremonias. El placer de ver a lo lejos caras (o al menos, ojos) amigos, compañeros y amantes del teatro y del arte , que nos han convocado a esta ceremonia necesaria, vital, segura.

¿Y qué mejor podía terminar esta, ahora noche, que tanto prometía que tomándome una cerveza con Daniel Migueláñez, uno de los actores, dramaturgos y directores teatrales más prometedores? Hablamos de teatro. Hablamos de proyectos. Hablamos de poesía. Pero sobre todo, hablamos de vida. Como la que nos regala el teatro en cada una de sus representaciones, únicas. Necesarias. Seguras.

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José Manuel Lucía Megías

Universidad Complutense de Madrid

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