Festival de Sevilla de cine europeo

Una actriz huérfana de mirada

«El abrazo», de Ludovic Bergery, se programa para justificar el merecido Premio Ciudad de Sevilla a Emmanuelle Béart

Emmanuelle Béart, Premio Ciudad de Sevilla 2020, en un momento del film «El abrazo» ABC

Alfonso Crespo

La última película de la Sección Oficial — «El abrazo (L’entreinte)», de Ludovic Bergery , fuera de concurso gracias a Dios— se programa principalmente para justificar el merecido Premio Ciudad de Sevilla a una actriz tan decisiva en Europa como Emmanuelle Béart .

Quizás para recordar que la Béart fue muchísimo más que la apresurada y melancólica mujer que pasea aquí una irreconocible máscara paralizada por el bótox, el festival programa también «El infierno» , aquel viejo proyecto de Clouzot que Chabrol completara y donde la actriz exhibía los dones de la «sex symbol» en el cenit de su turgencia.

Ni por asomo Bergery, pero tampoco el astuto Chabrol, extrajeron lo mejor de Béart, cuyo físico —rostro de muñeca y desbordamiento carnal por los cuatro costados— siempre la encasilló excepto para aquellos grandísimos cineastas que experimentaron con su cuerpo en busca del secreto tras la intimidante fachada, fuera mediante su reencuadre y minuciosa exploración (por ejemplo en la famosa «La bella mentirosa», de Rivette , o «En la boca, no», de Téchine ), o a partir de la curiosidad por otro rastreo, el de su «interior», por la posibilidad de encontrar un alma a la altura vertiginosa de su atractivo envoltorio (de «Un corazón en invierno» de Sautet a «El tiempo recobrado» de Ruiz , hasta llegar a «Histoire de Marie et Julien», de nuevo con Rivette, quien mejor le abrió la puerta hacia otras dimensiones).

Nos echamos en brazos de la digresión, lo habrán notado, para hablar lo menos posible de «El abrazo», que explota algo carroñeramente este legado que Béart porta consigo de manera inconsciente en tanto que memoria viva del cine. La actriz creerá seguir apoyando a los jóvenes autores involucrándose en el proyecto del debutante Bergery, un actor que en su morboso interés por colocar en situaciones incómodas a su protagonista —una mujer madura que tras la muerte de su marido se lanza como un torbellino en busca del tiempo perdido y se matricula de nuevo en la facultad— se salta cualquier protocolo narrativo y desprecia las mínimas convenciones del ritmo.

La sucesión embarazosa de las secuencias, el «in crescendo» disparatado y la acumulación de personajes de papel alrededor de la actriz subrayan dolorosamente lo perdido, la orfandad en que queda un cuerpo cuando no se lo mira con asombro.

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