Montserrat Caballé, durante la interpretación de «Cleopatra» de Massenet, en el Teatro Real, en 2004
Montserrat Caballé, durante la interpretación de «Cleopatra» de Massenet, en el Teatro Real, en 2004 - efe

Gracias, Montserrat

El director artístico del Teatro Real, ex director artístico del Liceo, glosa la carrera de la soprano y argumenta las razones del homenaje que le tributará el coliseo madrileño el próximo 9 de diciembre

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Tras una carrera de una longevidad y de una intensidad prodigiosas, no es extraño que a Montserrat Caballé le hayan hecho muchos homenajes en todo el mundo, pero tiene un sentido muy especial que el Teatro Real la recuerde a los cuarenta y siete años de su debut en Madrid: Montserrat Caballé ha sido, además de una artista ambicionada por las temporadas de todos los grandes teatros, uno de los pilares de la supervivencia de la ópera en España durante los difíciles años sesenta y setenta. Su fidelidad al Gran Teatre del Liceu de Barcelona es legendaria pero su presencia en Madrid ha sido apenas menos intensa desde aquella «Traviata» que interpretó en 1967 en el Teatro de la Zarzuela.

Para una institución como el Teatro Real es tan fundamental mirar al futuro y defender un concepto dinámico y genuinamente artístico del arte de la ópera como, en determinadas ocasiones, atreverse a tener memoria.

Y ante la Caballé, estamos obligados a un ejercicio de memoria colectiva. No me refiero a la memoria de las anécdotas con las que nos ha entretenido la historia, sino a la memoria sustancial de lo que ha sido la ópera en España a lo largo de décadas.

Para el Gran Teatre del Liceu la Caballé ha sido todo esto y algo más: dos centenares de funciones de ópera, cincuenta personajes, conciertos, recitales y, en la difícil coyuntura de finales de los años setenta, el nombre que -al menos simbólicamente- garantizó que el único teatro de ópera de España en la época no cerrara sus puertas cuando la mayoría lo daban por hecho. Entre mis primeras experiencias como espectador de ópera se cuentan algunas de estas interpretaciones legendarias de la Caballé.

Es difícil escoger entre sus grandes creaciones, pero su extraordinaria versatilidad la convertía en una intérprete asombrosa, por ejemplo, de la verdiana Luisa Miller, ópera que necesita de una gran ligereza en el primer acto y de un canto mucho más dramático en la escena final; o del rol titular de «Salome» de Richard Strauss, en el que lograba plantear la obra desde coordenadas alejadas de las aproximaciones wagnerianas habituales, revelando matices nuevos y fascinantes. Y, desde luego, lo más deslumbrante siempre fue su enérgica defensa de los títulos más desconocidos de Rossini, Bellini o Donizetti. Gracias a su empeño, algunas de estas óperas se han normalizado en el repertorio. «Maria Stuarda», por ejemplo, es actualmente un título habitual en las programaciones de los teatros, pero la Caballé fue quien lo estrenó en España y quien lo defendió en medio mundo.

Montserrat Caballé encarna a toda una prodigiosa oleada de cantantes españoles que lograron, además de una inyección de autoestima y de prestigio internacional para el país, forjar una tradición en la que se ha reconocido toda una generación. Sin esta tradición la novedad -la renovación necesaria de las formas artísticas- no sería inteligible y gracias a esta tradición el futuro exigirá de todos nosotros un rigor, una intensidad y una calidad a partir de la que podemos mantener la ópera viva como una de las más estimulantes formas artísticas. Es decir, con futuro. Hay que darle las gracias a Montserrat Caballé por lo que ha sido, por lo que ha simbolizado y por las puertas que nos ha abierto con su arte.

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