Enrique Urquijo, en una imagen de 1994
Enrique Urquijo, en una imagen de 1994 - efe

Enrique Urquijo, el estribillo de la melancolía

Hoy se cumplen quince años de la muerte del músico más emotivo del pop español

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El invierno ya se ha instalado traidoramente en la ciudad. Es una de esas noches gélidas y tenebrosas del noviembre madrileño. Las viejas calles del centro son oscuros laberintos sin salida, interminables túneles sin esperanza, las jeringuillas de los sueños perdidos descansan agonizantes, pero todavía con el puñal del desconsuelo entre los dientes.

Por esas mismas calles, que conoce como ese vagabundo sin norte que es, un cuerpo avanza lentamente. De vez en cuando se para y se apoya en una esquina, y un látigo se le viene a la garganta. Trastabilla, duda, tropieza, busca entre un océano de tinieblas alguna salida. Se esconde, los gatos del desánimo y la tristeza siempre cantan de noche.

Una vieja canción se le viene como un suspiro desolado a a la garganta: «He muerto y he resucitado...».

Una canción que le sirve de faro en otra noche sin luna y sin estrellas. Busca algo para respirar más hondo, más hondo todavía, más hondo todavía… hasta los entresijos de su corazón partido. Busca otra bocanada homicida que le temple el ánimo, algo de química que llevarse a la boca.

Es una noche gélida y tenebrosa del noviembre madrileño y Enrique Urquijo busca respuestas en el viento fatal de su desesperación. La canción le enciende los penúltimos ánimos: «Un árbol con mis cenizas he plantado…». Está perdido, pero Enrique sigue imaginando estribillos, está perdido, pero Enrique entre vómitos y náuseas, sigue marcando con su lapicero el pentagrama de su tristeza, de su eterna tristeza.

Esa tristeza, que dicen, pájaros de bastante mal agüero, que le acompaña desde que era un niño por las calles de Argüelles. Pero Enrique fue siempre también una sonrisa, y un chiste tras otro (siempre afilados y sutilmente irónicos) pegado a la barra del Honky Tonk, como un viejo marinero que cuenta sus batallas. Perdidas casi todas. Y era un amante y un padrazo apasionado y entregado: «Abrázate a mi María y no llores más por mí». Y también el músico rebelde (con alguna que otra causa) que le ponía los pelos de punta a los capos de su discográfica cuando en las entrevistas promocionales con la prensa, risa va, risa viene, encendía un porro detrás de otro.

Sus canciones y emociones

Arriba, en el escenario, al frente de Los Secretos y Los Problemas (solo a un cachondo como Enrique podía ocurrírsele un nombre así para su banda), durante veinte años, desgranó un canciones que siempre, quisieras o no quisieras, acababan por ponerte los pelos de punta: «He roto todos mis poemas, los de tristezas y de penas…», y sílaba a sílaba, estribillo a estribillo, te hacía ajustar cuentas con tu corazón. Sus canciones son, pasen y pasen los años, un monumento al pop español, pero también el mapa para cruzar los paramos más angustiosos de la vida, eso cuyas rosas siempre nos acaban clavando sus espinas.

No tenía la mejor voz del planeta, ni era un virtuoso (ni Dylan, ni Cohen, ni Bruce lo son), porque a Enrique la música se le salía por los ojos, y en sus venas siempre latió la emoción siempre arrítmica de sus ventrículos y aurículas. Cuando Enrique se bajaba de las tablas de un concierto en un pueblo más muerto que vivo, como él decía era «un chaval ordinario pero que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario». Como siempre, exageraba.

Llevamos las canciones de Enrique en el chaquetón de nuestra desesperanza, y su melancolía nos hace cosquillas en los bolsillos. Llevamos las canciones de Enrique, diez años después, en las solapas de un frac que nunca llegó a pasar por el altar, en los ojos de esa buena chica, con el foulard de la desolación al cuello, que nos dice adiós desde un tren sin destino: «La vi en un bar de aquellos que frecuenta, aquella chica que estaba de negocios en la puerta» y Enrique comprendía que nada había cambiado.

Desde aquel 17 de noviembre en un siniestro portal de Malasaña, Enrique ya no persigue «sueños rotos, porque los ha cosido con el hilo de tus ojos». Allí en un portal, en un portal de Malasaña, quedó para siempre como un niño bendito. Esperando a los Reyes Magos claro.

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