El diestro Alberto López Simón, durante una de sus faenas en La Magdalena
El diestro Alberto López Simón, durante una de sus faenas en La Magdalena - Efe
FERIA DE LA MAGDALENA DE CASTELLÓN

La verdad imperfecta de López Simón

Vence y sale a hombros en el duelo con Roca Rey, que cortó una oreja

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Tambores de guerra en la línea de fuego. Sobraba la palabra. Faltaba la banda sonora de un western. Se anunciaba el gran duelo al amanecer de la temporada: Alberto López Simón (Madrid, 1990), líder de la revolución juvenil, y Andrés Roca Rey (Lima, 1996), frente a frente.

López Simón fue el más rápido en poner el dedo en el gatillo, aunque precisamente luego el disparo final fuese su gran borrón. Insuperable de emociones se antojó la primera faena al mejor juampedro, que en los tiempos previos capoteros no había recibido el mejor de los tratos. Pero con la muleta no se podía torear con más verdad, que siempre es imperfecta, como imperfecta fue la obra. Ahí residía el misterio, la grandeza de lo que no necesita de libros y técnica para entenderse.

El lenguaje de la pureza habló ya en el prólogo. No cabía el aire entre toro y torero. Cómo serían las sensaciones que a la segunda tanda ya se pedía la música. Y mientras arrancaban los sones de «Manolete», el joven de Barajas se descalzó. No solo se despojó de las zapatillas, desnudó el alma al completo, especialmente a izquierdas, su mano mágica, la mano de los billetes, con naturales de autenticidad soberana que hacían honor al protagonista del pasodoble. Entre uno y otro aparecían detalles de José Tomás, de Talavante... Y el yo más íntimo de Simón. Era él quien toreaba, quien se abandonaba a su destino. Llegaron los semicirculares invertidos, el pase de pecho rodilla en tierra. Los parones sin inmutarse. Y una colocación que no se ve todos los días. El duelo cotizaba al alza con su zurda y más de cinco mil voces enronquecían. Como luego en las distancias cortas y los ochos, o en el cambio de mano. Tan crecido estaba que en un arrebato se desprendió de la ayuda y echó el vestido azul de reminiscencias tomistas por la arena. Rugía la plaza mientras se desplantaba a cuerpo limpio. Se presentía el doble premio, pero cuando empuñó el arma enterró un bajonazo y todo quedó en una oreja. No se puede rematar así una obra de tanta verdad, que hasta en la hora final fue imperfecta.

Tras ese primer asalto que habría dejado noqueado a cualquier rival, Roca no se amilanó y arreó. Variado con el capote, se presentó con un encantador saludo por tijerillas y principió por estatuarios a un toro que no tenía precisamente la cara más guapa del mundo. Todo lo hizo con apabullante seguridad y, puesto que «Nisperito» no valía un alamar -como casi todo el deslucido conjunto de Juan Pedro Domecq-, se pegó un señor arrimón. Tanta fue su facilidad que aquello no acabó de trascender.

Todo lo contrario le ocurrió a Simón, cuyo fondo y maneras le hicieron conectar rápido con los tendidos. Así sucedió en el tercero, que no convidaba a nada, sin una gota de casta ni bravura. Las esperanzas despertaron cuando echó las dos rodillas por tierra en el platillo y continuaron cuando jugó la muñeca al natural en el sitio preciso, el sitio que traspasa razones y sentidos. Después se lió más bullicioso en trenzas con los muslos ofrecidos. Una nueva oreja le abría la puerta grande.

No quería ser el perdedor del duelo el peruano y exhibió su valor en el cuarto, al que aguantó en una larga cambiada y en el ceñido quite por Chicuelo. Cuando se echó el capote a la espalda en las saltilleras, la grada estalló: si se jugase así las espinillas la defensa de Zinedine Zidane otro gallo cantaría en el Bernabéu. El que cantó fue Roca en los vibrantes pendulares, hilvanados a un molinete y uno de pecho apretadísimo. Como brutales fueron las manoletinas, tanto que se llevó un volteretón. Espadazo y oreja.

Simón dejó unas verónicas con su aquel en el quinto, que apenas se sostenía. En las distancias cercanas tiró de un repertorio sincero pero más efectista. Otra vez el acero se cayó y el premio se redujo a una vuelta al ruedo.

Un clásico lance genuflexo dio la bienvenida al sexto, otro juampedro más simple que una lechuga iceberg. Roca Rey comenzó de hinojos y engarzó hasta siete muletazos con enorme mérito. Se adentró en terrenos pereristas y castellistas con una entrega indiscutible y un valor descomunal, pero fue imposible aupar el vuelo.

Roca fue despedido entre ovaciones mientras Simón, a hombros, se coronaba rey en el primer asalto. Era el triunfo de la verdad imperfecta.

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