Andrés Neuman: «No hay que ser condescendiente ni paternalista con las víctimas»

Las cicatrices de Hiroshima, Nagasaki y Fukushima hacen tambalear la vida de un superviviente en «Fractura», la última novela del escritor argentino

El escritor argentino Andrés Neuman, fotografiado poco antes de la entrevista JOSÉ RAMÓN LADRA
Inés Martín Rodrigo

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Tomando como referentes el arte del Kintsugi , que repara los objetos subrayando con oro el lugar por donde se rompieron, y la filosofía que tiene detrás, el Wabi-sabi (no confundir con wasabi), Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) ha construido «Fractura» (Alfaguara), una novela de largo aliento –por el número de páginas, casi 500, y los años que le ha llevado escribirla, siete–. En ella se nos cuenta la historia del señor Watanabe , una suerte de personaje amuleto que, siendo niño, sobrevivió a las bombas de Hiroshima y Nasagaki (su familia no) y, ya de anciano, vive el tsunami que causó la fuga nuclear de Fukushima .

Watanabe es, en realidad, la excusa que el escritor argentino se inventa, brilantemente, para hacer una profunda reflexión literaria sobre las víctimas y su papel en la Historia.

¿Cree que la sociedad les hace justicia a las víctimas?

Si se quiere hablar con complejidad de las víctimas, no hay que ser condescendiente ni paternalista con ellas. Debemos preguntarnos si quieren ser víctimas. La figura de la víctima es una construcción de la culpa ajena.

Y, por eso, muchas veces, termina siendo un estigma.

Hay que tener mucho cuidado en reconocer los derechos de una víctima sin imponerle una identidad que no desea. Una cosa es una víctima que no se atreve a declararse como tal, y otra una víctima que ha hecho su proceso de duelo y quiere construirse otra vida.

¿Puede la literatura ejercer como memoria colectiva, debe hacerlo?

El deber no se lo atribuyo a la literatura, porque muchas veces es casi una rebelión ante el deber o un desvío de lo aparentemente urgente para dedicarse a lo importante. No creo que el deber moral sea el mejor motor de la buena literatura, porque entre el deber moral y el moralismo hay menos de una línea de diferencia. Yo creo que, de hecho, lo hace todo el tiempo. Nuestro vehículo de conversación con los muertos y con sociedades supuestamente enterradas es precisamente la literatura.

Y esta novela es una prueba de ello.

De hecho, la función de la literatura…

La función inherente.

Inherente a la literatura, exacto, qué bonita palabra, porque inherente sería que está adherido, pero por dentro. La función inherente a la literatura es conmover a los muertos y escucharlos hablar; eso es, de hecho, una memoria colectiva. Esa función antropológica, no ya política, es inevitable.

Volviendo a la memoria histórica…

Yo prefiero llamarla colectiva, porque la memoria histórica está asociada a un conjunto de leyes y posturas de partidos políticos, y la memoria colectiva es algo que funciona todo el tiempo, votes a quien votes.

Eso quería plantearle, porque en España es un término que se ha convertido en una herramienta ideológica y se ha vaciado de significado.

Claro, pero por eso yo creo que la literatura tiene la capacidad de luchar en el terreno léxico, también. Cuando una palabra se agota por tironeo de un lado y de otro, hay distintas maniobras que la literatura hace. Una es apropiarse del término y elevarlo a categoría superior; otra es dejarlo descansar y proponer otro.

Memoria histórica suena a política.

No, suena a algo peor: suena a partidos. La política es inevitable y necesaria, viene de la polis y, desde Grecia, la política somos todos; no se puede no ser un sujeto político, es una ingenuidad. Otra cosa es el oportunismo del debate de actualidad. Ante eso, está bien cambiar los términos de las discusiones. La memoria histórica es algo que existe o no, dependiendo de a quien votes; en cambio, la memoria colectiva es algo que te afecta en lo familiar y lo personal, seas quien seas, y el que diga que no, que mire su biblioteca. Vivimos refutando o reproduciendo, según nuestra postura, los relatos heredados, vivimos discutiendo con discursos del pasado… Todo eso es memoria colectiva.

Esta locura frenética de actualidad en la que vivimos instalados hace que confundamos la actualidad con el presente, cuando no son lo mismo.

No sólo no son lo mismo, sino que la actualidad es el mayor enemigo del presente.

¿Por qué?

La actualidad es una distracción que se alimenta de frenesí y de ansiedad.

Ahora más que nunca.

Sí, y de cierto oportunismo mediático, y su duración tiene obsolescencia programada. Son temas que sólo nos preocupan por olas, por modas…

Por horas, incluso.

Por horas. Y el presente, que es mucho más importante y profundo, está conectado con los antecedentes del pasado y con las repercusiones que tendrá en el futuro. La actualidad es una especie de limbo que cercena la memoria y nos hace descuidar el futuro. El arte se ocupa del presente, y no de la actualidad.

Ahora que menciona ese fluir entre pasado, presente y futuro, uno de los temas centrales de la novela es, también, la energía.

Sí.

Un fluido al que, además, no se pueden poner fronteras.

Exacto.

Lo cual no deja de ser una reflexión muy necesaria en un mundo en el que Trump quiere levantar un muro con México, resurge el nacionalismo…

Sí, sí, dentro incluso de la UE. Es renacionalizar incluso los espacios transnacionales, que ya es el colmo. Totalmente de acuerdo. Yo creo que hay tres grandes fuerzas que no tienen patria: la energía, la economía y el amor. Son los tres grandes fluidos que desconocen la geografía y que circulan durante la novela. Cada capítulo es una aproximación distinta al cruce de esos tres vectores. Japón, el accidente de Fukushima y la siniestra repetición del hongo nuclear justo en el único país que lo ha vivido para mí era sólo la punta del iceberg del problema de la energía, que es un problema mundial.

Es como si nos empeñáramos en basar el futuro en aquello que nos destruye.

Sí, sí, hay una pulsión de los grupos humanos por basar su porvenir en aquello que se lo quitó. Cuando ocurrió el accidente de Fukushima, todos los países que habían ocultado su basura nuclear debajo de la alfombra se vieron obligados a mirar hacia sus centrales nucleares. La energía es un problema profundamente político. Todos los países pueden mirarse con inquietud en el espejo de los accidentes energéticos. No es una cuestión de ponerse ecologista porque queda guay, es una cuestión de autopreservación. Y, hoy en día, el presidente del mundo, el señor Trump, tiene el botón nuclear en sus manos.

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