«Courbet», «collage» de Mauricio Garrido
«Courbet», «collage» de Mauricio Garrido
LIBROS

Todo pasa y todo queda

El afán o deseo de posteridad se cuela a lo largo de la Historia de la Literatura y del Pensamiento. He aquí una serie de títulos clásicos que se preguntan sobre ello

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Está lo que perdura y lo que querríamos que perdure, que no siempre, y muchas veces por fortuna, coinciden. En términos radicales, lo que perdura es la vida, cuya característica central es la variedad, asistida por el accidente. Toda vida es individual, y pasa. Juan Ramón Jiménez lo vio de manera sencilla y exacta: «Y yo me iré y los pájaros seguirán cantando», señalando la nostalgia personal y al tiempo la persistencia de la vida, renovada una y otra vez, pero ya sin nosotros. Antonio Machado, devoto de Heráclito de Éfeso, sentenció que en realidad todo pasa y todo queda. ¿Pero qué es lo que nos gustaría que quedara? ¿O qué es lo que debe perdurar para que la vida sea buena? «Somos transmisores», escribió en un poema D. H. Lawrence, y en ello reside el mecanismo de la vida y de la cultura: la transmisión.

Abolir el sufrimiento

Retrocediendo a los inicios, el Budha Gautama legó su experiencia de meditación para abolir el sufrimiento, que está asociado a todo lo condicionado. Sócrates, la universalidad del logos mediada por el diálogo, cuyo ejemplo mayor son sus últimos días. Cristo quiso dejar la paz y el conocimiento y reconocimiento del otro por el amor. La escritora belga Marguerite Yourcenar, uno de esos espíritus tocados por la gravedad y la gracia, dijo que sólo había pretendido antes de morir dejar algo más limpio: el patio de su casa. La veo de manera literal, como un monje budista limpiando las parte trasera de su casa de la costa nordeste de Estados Unidos, con una conciencia moral kantiana asistida por la cordialidad.

Mallarmé quiso dar un sentido más puro a las palabras de la tribu, y en eso pretendió su legado: devolver a las palabras su potencial de sugerencia. Antes, el poeta proto-romático Hölderlin escribió famosamente que «lo que queda lo instauran los poetas», una idea que Heidegger exploró y tradujo como instauración del ser por la palabra y en la palabra. Heidegger se pasó su vida atendiendo la aparición y perduración del ser. Hegel creyó verlo encarnado en Napoleón; Heidegger en Hitler.

¿Qué es lo que debe perdurar para que la vida sea buena? «Somos transmisores», escribió D. H. Lawrence

Freud, cuyo pesimismo informado sobre la condición humana difícilmente podría haberle permitido aceptar la posibilidad de abolir totalmente el sufrimiento, escribió «El malestar de la cultura», uno de sus libros más hermosos y penetrantes, en 1929, intuyendo los tiempos que se acercaban. Freud pensaba en la lucha entre dos fuerzas antagónicas, Eros y Thanatos: «A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por las circunstancias de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y autodestrucción». El invitado aquí es el diálogo, como supo ver muy bien uno de los filósofos freudianos más importantes, Norman O. Brown en «Eros y Tánatos. El sentido psicoanalítico de la historia» (1959). Lo que quiso transmitir el profesor de Berkeley es que «el enigma de la historia no está en la razón sino en el deseo; no en el trabajo sino en el amor». El deseo de ser, y ese ser como reconocimiento afectivo del otro y de lo otro. No todo lo que perdura lo instauran los poetas, por suerte: hay actitudes filosóficas, éticas, ejemplos sencillos que han marcado la memoria de mucha gente y que han permitido hacer de la vida un lugar más amable.

Pero lo que algunos quisieran legar es el ego. Y no hay forma. André Comte-Sponville escribe en su valioso «El alma del ateísmo», que «todo yo está siempre frustrado». Su frustración mayor es no poder perdurar. Su realidad, como supieron bien los viejos budistas, que fueron buenos psicólogos, es dudosa. El yo está sitiado en una identidad que nadie puede asumir, porque lo que perdura es lo que podemos hacer nuestro. Frente a lo perdurable, lo necesario en lo espiritual y en la cultura, en la ciencia y en la política hay que suponer el otro lado de la transmisión: el receptor, que es un heredero, activo o pasivo. ¿Qué queremos que haya perdurado? ¿Qué queremos como herencia? El sociobiólogo Edward O. Wilson, en «La conquista social de la tierra», dice esperanzado que «mediante una ética de simple decencia de los unos con los otros, de aplicación inflexible de la razón, y de aceptación de lo que somos, nuestros sueños al fin se harán realidad».

Utopías

Es la esperanza de alguien decente que cree en la ciencia, y es una visión algo utópica: la ética del respeto de los unos por los otros sólo se consigue con un aprendizaje arduo en la vida familiar y escolar donde el ejemplo es fundamental, algo que, como ha indagado Recalcati en varias obras de pedagogía y psicoanálisis, está lejos de lograrse. Para aceptar lo que realmente somos tenemos que desarrollar un conocimiento de la vida humana en el contexto de la vida total a la que pertenecemos, y monstruos como Donald Trump, cuyo poder es grande, no parece ponérnoslo fácil. Y la aplicación implacable de la razón debe estar mediada por lo cordial, porque la razón, en sí misma, sólo existe para la ciencia. Puede haber una locura de la razón. Wilson estaría de acuerdo con Yourcenar, porque dejar más limpio el sitio que nos encontramos al llegar a este mundo es una forma de legado sencillo, honesto y eficaz. Pero el mañana, si bien no está escrito, es impenetrable. Antonio Muñoz Molina en su espléndido «Todo lo que era sólido» afirma que «No hay frontera más hermética que la del día de mañana», por ello debemos hacer hoy lo que queremos que hoy sea bueno, y también podamos recordar mañana.

Ver los comentarios