Ferlosio, segundo por la izquierda, junto a unos amigos y su mujer entonces, Carmen Martín Gaite, pasean por Barcelona (1955), cuando fue a recoger el Premio Nadal por su novela «El Jarama»
Ferlosio, segundo por la izquierda, junto a unos amigos y su mujer entonces, Carmen Martín Gaite, pasean por Barcelona (1955), cuando fue a recoger el Premio Nadal por su novela «El Jarama» - ABC
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Sánchez Ferlosio y la mano izquierda de la Verdad

Los ensayos de Rafael Sánchez Ferlosio llegan al cuarto volumen con este titulado «QWERTYUIOP», curioso enunciado que coincide con las primera letras de los teclados

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Tras la aparición de los dos últimos tomos de los 174Ensayos» de Rafael Sánchez Ferlosio -el tercero titulado «Babel contra Babel» y el último «QWERTYUIOP» (letras de la línea superior de los teclados de las máquinas de escribir)- se ve, por fin, lo que, entre tanto árbol/ensayo, probablemente no se había visto nunca: el bosque. Un variadísimo bosque de pensamientos, que a ratos forman un bosque transparentemente mediterráneo, otros uno impenetrablemente alemán, con casi toda la zoología de bichos que pululan por la patria y con casi toda la fitología de «plantas» que le han salido a nuestra historia. Gusten o disgusten, estos «Ensayos» son el cuadro de una época, una reinterpretación personal de nuestro tiempo. Como en Rousseau

, aquí lo microscópico del artículo retrata lo macroscópico de la época.

Lo que sale de ese cuadro es luz: un espejo inteligentemente distorsionado de la variedad caótica de la existencia, y de sus creencias. Dicho sencillamente, sale una obra. Ensayística. Cosa que, en estas tierras, pueden decir muy pocos. Se cierra -y se redondea- una obra, y, si se me permite, una vida. Ese es el precioso regalo que este jeque del desierto nos hace a rumís y antirumís de esta tierra. Los Románticos, parientes lejanos de Ferlosio, aunque quizá no los tenga por tales, afirmaron que la genialidad consiste en el «compendio». Ante eso estamos, ante un compendio. Ante la compleja silueta de una obra a su manera insólita. Estos «Ensayos» son el «Kempis» crítico de nuestra democracia. Dicho con otras palabras, un montón de paradojas convertidas en carne propia. Que eso es el verdadero conocimiento. Lo enunció muy bien Goethe: «El tema lo ve cualquiera, el contenido lo encuentra sólo el que está llamado a hacer algo con él». O sea, Ferlosio, hombre de contenidos.

Ante ese bosque, y sus árboles, lo que se produce es asombro. Un asombro sobrio, contenido, sin idolatría. Pero asombro. No es Ferlosio el Oráculo de Delfos, ni uno de los siete sabios de Grecia, tampoco «el que es», título que, según el Damasceno, es el principal nombre de Dios. Es, si se me permite, un diminuto «microbio» -hispano- libando preferentemente papel prensa, u otros libros «raros», hasta destilar una miel extrañamente prodigiosa: una prosa poética con la que se entretejen ideas sorprendentes. Que a algunos les podrá parecer un extraño ajedrez ensayístico, con el que ocurre lo que, según Napoleón, ocurre siempre con el ajedrez: demasiado enrevesado para juego y demasiado simple para ciencia.

Ferlosio limpia, con un cierto cabreo, el ambiente de las opiniones falsas o falsarias

Pero el móvil último de ese ensayismo está por encima de toda sospecha. Habla Nietzsche: «En la piedra veo durmiendo una imagen, la imagen de mis imágenes. Dolor causa verla obligada a dormir en esa feísima y durísima piedra. Entonces, mi martillo golpea enfurecido contra esa prisión. Y de la piedra va cayendo lo que estorba».

Ejercicio de buceo

Esa es la razón de fondo del asombro. Su osadía para meterse en el corazón impávido de la redonda Verdad, en palabras de Platón. Asombro por ese atrevido ejercicio de buceo: sumergirse en las aguas abisales, buscar la fuente del Todo, salir a flote cargado de misterios, para, tras coger aire, volver a sumergirse. Ese ha sido siempre el trabajo ocioso de este pescador de perlas. En el bicentenario del nacimiento de Thoreau, pensador salvaje, podemos decirlo con sus palabras: «El tiempo no es más que el río en el que voy a pescar… Su fina corriente fluye incansable, pero la eternidad permanece… El intelecto es una cuchilla que nos abre el aspecto más secreto de las cosas… El instinto me dice que mi cabeza es un órgano para hacer agujeros, el mismo fin para el que otras criaturas tienen el morro o las patas delanteras».

No es este hombre-ensayo, Ferlosio, jinete de caballo ajeno. Cabalga sobre sus propias ideas -sean jamelgo, percherón matado, o vistosa jaca de paseo. Los pensamientos son «suyos», lo que no quiere decir que no puedan venir de otros. Unas veces los maneja magistralmente desde la montura y otras sale volando por encima de las orejas. En un país en el que el mundo intelectual es un circo de famas falsas, ésta tiene el aura de lo auténtico: autenticidad conquistada cabalgando sobre tigres. Eso le ha convertido modestamente en «hombre representativo»: en extracto de su época. En uno de los que marca de lo que hay que hablar. O en palabras del gran historiador Burckhardt: el autor importante convierte «lo que un día fue júbilo y rechinar de dientes en conocimiento».

Océano infinito

Esos cuatro tomos de los «Ensayos» forman, a su manera, una «Suma Filosófica» en miniatura. Como todas las «Sumas» después de Hegel, ésta solo puede ser incompleta, parcial y fragmentaria. Pero «Summa» al fin y al cabo, porque contiene los temas imprescindibles de las «Sumas»: el hombre, la religión, Dios, la lengua, la fatalidad, las pasiones, el destino, la guerra, el progreso, el dinero, la metafísica, la justicia, el bien y la belleza... Y porque en «ese océano infinito e inabarcable de sustancias» (Santo Tomás) que son estos «Ensayos» se percibe una concepción de fondo. Es decir, una «Crítica» en el sentido de Kant: un correctivo -y hasta un purgativo- de las ideas y de las enfermedades de la Razón. De la Razón misma y de la Razón política porque esos tomos son, de una u otra manera, el análisis del tiempo que va de nuestra excepcionalidad política y social a la normalización democrática. Ferlosio limpia, con cierto cabreo, el ambiente de las opiniones -falsas, falsificadas o falsarias- de nuestro tiempo, las «doxas» (dogmas espurios, lugares comunes, santos falsos, locas ruedas de molino…) que rompen la «episteme», el saber pulcro.

Estamos ante un compendio: la compleja silueta de una obra a su manera insólita

Le gusta, quizá más de la cuenta, atribuirse el epíteto de «diletante», palabra que, en su boca, es como la espita por la que escapa un rizado vapor autocrítico. Ese epíteto tiene su miga. Hasta se ha hecho con él una bonita combinación de ideas: «Diletalent». Quizá Ferlosio se deja impresionar demasiado por uno de sus más queridos dioses, porque este es un hombre que ama a sus dioses, Weber, quien apaleó a los diletantes con este diagnóstico: el diletante puede tener ocurrencias interesantes, pero le «falta la firme seguridad del método de trabajo». Con perdón al gigante, demasiada credulidad metódica.

Chapuceros

Más duros fueron Goethe y Schiller: «el diletante se comporta respecto al arte como el chapucero con las reparaciones». Pero diletantes fueron Faraday, Mendel, Franklin, Burckhardt, además de muchos otros. Y el mismo Nietzsche no fue tomado en serio por los filósofos profesionales de su tiempo, dolidos quizá por su inteligencia penetrante y altamente poética. Dejemos hablar a Schopenhauer: «Se mira con displicente superioridad a los diletantes porque ejercen las artes por amor y satisfacción propia. Por el contrario, se honra a los expertos que se ocupan de ellas para beneficiarse». O sea, nuestra decadencia.

La aventura del Arte

Como los buenos diletantes, Ferlosio es un cuerpo extraño en medio de nuestros saberes, un aventurero del espíritu, como llamó Simmel al filósofo: «Emprende el intento, sin perspectiva pero no por eso sin sentido, de plasmar en conocimiento conceptualizado una disposición vital del alma, su sentir contra sí misma, el mundo, Dios». El Arte es siempre esa aventura. Su esencia consiste en apartarse del camino llevado por un «instinto metafísico». Esa es la modestia del diletante. Esa es la modestia del «carácter» frente a la soberbia del «destino». Esa es la modestia de la Verdad. Que fue expresada en fórmula imperecedera por Lessing: «Si Dios mantuviese guardada en su cerrado puño derecho toda la Verdad y, en el izquierdo, guardase solamente el afán permanente de Verdad, y me dijese, incluso advirtiéndome de que puedo equivocarme para toda la eternidad, ¡elige!, yo me iría con la mayor sumisión a su mano izquierda y le diría: dámela, Padre, que la Verdad pura sólo es para ti». Eso es Ferlosio, un muy valioso dedo en la larga o larguísima mano izquierda de la Verdad.

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