Juan Manuel de Prada - RAROS COMO YO

...Salvo con Dios

Expulsado de los jesuitas en 1949, Leonardo Castellani no cedió en sus principios y mantuvo su combativa ortodoxia

Juan Manuel de Prada
MADRID Actualizado: Guardar
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En 1946, Leonardo Castellani escribió una serie de cartas ásperas y vigorosas, también algo imprudentes y temerarias, dirigidas a sus hermanos jesuitas de la provincia argentina, en las que denunciaba la esclerotización de los votos religiosos en la Compañía. Las desavenencias con sus superiores alcanzaron entonces el paroxismo; y Castellani viajó a Roma, creyendo ingenuamente que hallaría apoyo en el Padre General Janssens, que por aquellas mismas fechas recibía la visita de otro jesuita problemático, Teilhard de Chardin, un maldito de pacotilla, de los que el mundo gusta de ensalzar y aplaudir. Teilhard, por supuesto, fue mantenido con honores en la Compañía; Castellani fue recluido en Manresa, donde pasó muchas amarguras y quebrantos. Allí descubrió la obra de Jacinto Verdaguer, otra víctima como él del fariseísmo religioso, a quien dedicaría una obra desgarradora, «El ruiseñor fusilado», que puede leerse como una suerte de autobiografía espiritual.

Camionero y profesor

En octubre de 1949 Castellani es separado de la Compañía y suspendido a divinis. Con cincuenta años recién cumplidos, difamado y sin medios de vida, impedido para celebrar misa y atormentado por conflictos espirituales crudelísimos, se refugió primero en Reconquista, su pueblo natal, donde llegó a trabajar como camionero y repartidor de leche; luego en Buenos Aires, donde se empleó durante breve plazo como profesor de psicología, pero un decreto de Perón prohibió a los sacerdotes impartir clases en centros públicos. De nada sirvió a Castellani alegar que había sido apartado del ministerio: para los meapilas, era un renegado indigno; para los comecuras (que a veces son los mejores teólogos), un sempiterno sacerdote.

Vituperado por los enemigos de la fe y zaherido por los aprovechateguis y chupópteros del óbolo de la viuda que merodean (ayer igual que hoy) los palacios episcopales, Castellani entendió que el martirio de un escritor católico no consiste tan sólo en «sufrir por la Iglesia», sino también en «sufrir a manos de la Iglesia» (o siquiera de sus miembros más corruptos e hipócritas); y perseveró sin desmayo, a pesar de que amigos como el escritor comunista Leónidas Barletta lo exhortaban a abandonar la causa católica (la respuesta epistolar de Castellani a Barletta es, por cierto, una de las más hermosas apologías de la fe que jamás se hayan escrito).

Castellani entendió que el martirio de un escritor católico era sufrir a manos de la Iglesia

En medio de la noche oscura del alma y de la penuria más renegrida, Castellani resistió; y su ortodoxia, lejos de claudicar, se hizo más combativa y profética, incendiada de una esperanza que avizoraba la Parusía. Y si su fe no desmayó ni un ápice, tampoco lo hizo su escritura, que no hizo sino engrandecerse y acrisolarse en la tribulación, como la caballerosidad de don Quijote se engrandecía y acrisolaba ante los escarnios. Aquellos años de ímprobas penalidades, sostenido apenas por un puñado de fieles, le sirvieron para escribir algunos de sus mejores libros: su fantasía papal «Juan XXIII (XXIV)» (1964), su magnífico ensayo «El Evangelio de Jesucristo» (1957) y su grandiosa trilogía sobre el Apocalipsis: «Cristo, ¿vuelve o no vuelve?» (1951), «Los papales de Benjamín Benavides» (1954) y «El Apokalypsis de San Juan» (1963).

El estilo es el hombre

Y como los inicuos no siempre triunfan del todo, en 1966 Roma le restituyó el ministerio sacerdotal; e incluso pudo Castellani darse el gustazo (o tal vez sólo el melancólico desdén) de rechazar, en 1971, la reintegración a la Compañía de Jesús. En mayo de 1976, fue invitado por Jorge Rafael Videla a almorzar, junto a Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, en la Casa Rosada. Durante aquella comida, fue el único que pidió clemencia por los represaliados políticos y reclamó la liberación del escritor Haroldo Conti, mientras Borges y Sabato callaban como putitas. Al salir de la Casa Rosada, los tres escritores fueron asaltados por una legión de periodistas expectantes. Borges fue parco pero inequívoco en la adulación: «Agradecí personalmente a Videla el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le mandé mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno». Más servil todavía se mostró Sabato, que por entonces todavía no posaba de paladín de los derechos humanos: «Videla me ha producido una impresión excelente. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente… Me impresionó su amplitud de criterio y su cultura». Castellani se abstuvo de hacer declaraciones; miró con asco a los dos lameculos y se largó. El estilo es el hombre.

En cierta ocasión se definió así: «Yo soy pestíferamente ortodoxo. Si fuese jesuita heterodoxo, mucho mejor le iría a mi bolsillo. Pero como ya estoy viejo y cambiar no me gusta, prefiero quedar así no más, mal que le pese a mi bolsillo, al obispo de Rosario y a quienquiera que sea: pestíferamente ortodoxo, que ojalá pueda traducirse mañana contagiosamente católico». Ese mañana ya ha llegado. No sé a qué esperas, querido lector, para dejarte contagiar por este escritor inmenso, bendito de Dios y maldito de los hombres.

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