Ricardo Menéndez Salmón, autor de «El Sistema»
Ricardo Menéndez Salmón, autor de «El Sistema» - Eva Ervas
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Menéndez Salmón nos vigila

Con «El Sistema», novela con la que logró el premio Biblioteca Breve, Ricardo Menéndez Salmón ha escrito la obra de su vida. Arte en extremo. Por su lenguaje y por su ambición

Madrid Actualizado: Guardar
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Dentro de lo que se viene llamando novela de la crisis, aunque en los antípodas de la opción realista, emerge un nuevo subgénero, la distopía. Adopta distintas formas. Lara Moreno en «Por si se va la luz» y Pilar Adón en «Las efímeras», por ejemplo, imaginan un espacio rural apartado, en el que unos personajes se enfrentan a nuevos tipos de relación con el medio natural y entre ellos. Isaac Rosa encierra a los suyos en espacios interiores del trabajo o de juego que ejecutan un valor simbólico respecto a lo social. Y Andrés Ibáñez, en « Brilla, mar del Edén», imagina una narración de perdidos supervivientes en una isla donde se ofrece un friso de las utopías históricas.

«El Sistema», de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), novela también poderosa, está en un lugar de cruce entre la distopía y la ucronía, y al mismo tiempo se nutre de la fertilidad que algunos modelos clásicos han proporcionado a la alegoría. En el fondo, es una fabula alegórica que, si tuviéramos que referir a un precedente, entroncaría con «El paraíso perdido», de John Milton. Me refiero a esta obra no porque la crea modelo consciente de la que hablamos ahora, sino porque es preciso adoptar con «El Sistema» un tipo de lectura más alegórico que racional. También podríamos referirnos al «Paraíso» de Dante; es decir, lugares que intentaron cifrar desde el lenguaje el enigma de algo indecible, que sin embargo se convierte en fábula.

Propios y Ajenos

No toda la novela de Menéndez Salmón se deja leer desde la alegoría, que afecta a su cuarta parte. Antes, en la primera, titulada «En la estación meteorológica», lo que tenemos es una utopía orwelliana en la que un archipiélago de islas, denominado Realidad, es sometido por el Dado, el Poder, que ha convertido a unos en Propios y a otros en Ajenos, como ocurre con todo sistema. Es la parte de la novela más política, en el sentido directo de las utopías, y en ella el Narrador vive solo en una Estación, vigilando y siguiendo una rutina que, sin embargo, se ve sorprendida por destellos asombrosamente bellos.

Hay páginas (las dedicadas a las ballenas) y frases sobre la luz, la belleza, la soledad, que ya quisieran para sí algunos de nuestros mejores poetas. Porque, pese a todo, se esconde mucha hermosura en el mundo de este solitario vigía que se resiste a ser dominado y que sabe que la imaginación y los deseos de libertad le hacen fuerte frente a un sistema que es omnipotente y ojo que todo lo ve. De esta parte se traduce un amor por las hijas y una dificultad de comunicación con la mujer. El protagonista anota en un cuaderno no sólo lo que observa, también mucho de lo que siente, si bien con la prudencia debida a su situación de falta de libertad. La escritura del cuaderno se convierte en un elemento central en «El Sistema».

La novela está en un lugar de , y se nutre de la fertilidad que algunos modelos clásicos han proporcionado a la alegoría

La segunda parte de la novela, «En la Academia del Sueño», encierra al Narrador en una especie de clínica de curación que pretende eliminar la memoria y los sueños, esto es, aquel núcleo generador de libertad sobre el que el Régimen del Poder omnímodo sospecha. Las conversaciones con el señor Klein, las diatribas sobre los límites, ejercen una parte más reflexiva y ensayística en la que el Poder muestra su rostro más enigmático. Me ha recordado mucho, también en calidad de un fraseo clásico, hijo de un «dictum» platónico, al Miguel Espinosa de «Escuela de mandarines».

Iceberg a la vista

Esta travesía por la clínica de la memoria y los sueños es una especie de río Leteo que nos lleva a otra, la que emprende el Narrador en la tercera parte, cuando es llevado prisionero a un extraño barco gabarra poblado de seres (¿son muertos?) de toda condición; lo ocurrido en ese barco depara otra vez paisajes de una belleza insólita y páginas magistralmente escritas, como son las que cuentan el encuentro con los icebergs. Aquí el modelo es el Kafka de «El proceso» o «El castillo», puesto que el Narrador obedece unas instrucciones absurdas que tienen como finalidad nada menos que la Forma, como si se tratase de resolver un jeroglífico, una clave que el hombre no posee.

Los espacios interiores del barco, los extraños personajes que vigilan, sin estridencias ni violencias, van suturando un espacio de creciente irracionalidad. Y se somete al lector a otra prueba, puesto que tampoco le es dado confiar en un Narrador que no sabe, carente de las claves de lo que cuenta.

Experiencia radical

Es muy importante en esta novela la oscilación de las voces narrativas: comienza en tercera persona pero hay luego primera y segunda personas. Las tres posibilidades de la voz narrativa se ejecutan, precisamente, porque se camina hacia un tratado del arte de la escritura como única supervivencia y conocimiento posible cuando hubiéramos llegado a lo poshumano. Esta autorreferencia a la escritura (y al arte, aquí a través del Rembrandt de «La lección de anatomía») es una constante en las obras de Menéndez Salmón. Pero nunca antes había convertido en tan radical la experiencia liminar, ya que se trata nada menos que de decir la Muerte, a través de una extraña alegoría, con tintes de Apocalipsis, con que se cierra la novela, en la parte titulada «En la Cosa».

El desafío arrostrado por Menéndez Salmón es extremo y le ha llevado a donde sólo llegan los grandes artistas: a imaginar nada menos que el Origen y el Final, ese núcleo y epifanía que solamente puede decirse a partir de metáforas o de la figuración que crean las escenas protagonizadas por la visión del Niño (¿está el Kubrick de «2001» aquí?).

Menéndez Salmón ha escrito la obra de su vida, arte en extremo; por su lenguaje, pero también porque la experiencia que quiere significar, la Muerte o el conocimiento más allá de toda Historia, únicamente el gran arte puede decirlo. En el final también es el Verbo.

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