Detalle de «La herencia del tío», de Caran D´Ache
Detalle de «La herencia del tío», de Caran D´Ache
125 AÑOS DE «BLANCO Y NEGRO»

Luisgé Martín: «La tierra donde tengo que morir»

Toda la ironía de «La herencia del tío», de Caran d’Arche, la transforma Luisgé Martín en ternura. La que sentimos hacia quienes ya no aguantan más... pero siguen viviendo

Madrid Actualizado: Guardar
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La vida tiene que servir para algo, si no se apaga.

Mi tía bisabuela Rosario se quedó viuda a los setenta años. Vivía en el pueblo de Segovia en el que había nacido, en una casa grande y bien acondicionada. Sus seis hijos se habían ido marchando a la ciudad -a la capital de la provincia, a Salamanca y a Madrid- en busca de la fortuna que en la época se prometía, y cuando murió el marido, de un ataque al corazón, ella se quedó sola. Tenía vecinas para comadrear, pero a medianoche, cuando el pueblo se oscurecía, Rosario se encerraba en el dormitorio y se dejaba guiar por la melancolía. Poco a poco fue desvaneciéndose como un fantasma.

Salía un rato al portón, se sentaba en una silla de anea con la costura en las manos y, sin dar una puntada, miraba pasar el tiempo.

Al cabo del medio año comenzó a quedarse en casa. Sentada en la cocina, con su ropa de refajos y pañolones, hacía guisos que nadie comía. Luego se acostaba y tardaba en levantarse. Mandaba al colmado que le trajeran la compra y atendía con desgana el huerto de pimientos y lechugas que había en el patio de la casa. No limpiaba los muebles, no se aseaba. Dormía sin saber qué día de la semana era. Lloraba sin sentir tristeza de nada.

La vecina avisó a sus hijos de que la bisabuela Rosario estaba enferma y todos fueron a visitarla. La encontraron postrada, lánguida, casi agonizante. Uno de ellos, que vivía en Madrid, se ofreció a llevársela, pero ella no quiso. «Esta es la tierra donde tengo que morir, al lado de tu padre», dijo.

Al cabo del medio año comenzó a quedarse en casa. Sentada en la cocina, con su ropa de refajos y pañolones, hacía guisos que nadie comía.

El médico de la comarca, que pasaba a examinarla una vez cada semana, hizo su diagnóstico científico: se está muriendo de vieja, el cuerpo ya no aguanta más. Una de las hijas, entonces, se trasladó con su familia a la casa para cuidarla en sus últimos días. Al marido le habían despedido de la fábrica en la que trabajaba y podían hacerse cargo de Rosario sin perjuicio.

Mi tía abuela Aurelia, la hija que se mudó para cuidarla, aún vive, y se acuerda de cómo su madre renació en aquellos días. Al ver la casa de nuevo llena de niños -dos varones y una hembra-, comenzó a recobrar el aliento. Al principio fue la ira: «Qué demonio de chiquillos, no la dejan a una ni morirse en paz», decía cuando oía las carreras por el corredor o los gritos de peleas infantiles. Más tarde fue el instinto protector, la necesidad de ser ella quien cuidara a los otros, quien les alimentara: «Sois incapaces de cultivar bien el huerto, se os ha olvidado cómo se hace», o «Estos niños están malcriados, les consentís todo».

Planes para el porvenir

Y así empezó a levantarse cada mañana para remover con la azada la tierra y regar las hortalizas; o a enseñar a sus nietos a rezar bien el padrenuestro; o a remendar la ropa que llevaban rota. Después de tres meses, nadie hablaba ya de su muerte. El médico aseguraba que era una recuperación milagrosa y que el cuerpo, bendecido por alguna oración, tenía otra vez sangre en las venas. Y ella misma, olvidada ya de su amargura, hacía planes para el porvenir y volvía a pasear por el pueblo como en los tiempos en los que era joven y fuerte.

Vivió diecinueve años más, hasta los noventa, y tuvo ocasión de ver en ese tiempo nacer a tres bisnietos y morir a dos de sus propios hijos. Yo la conocí siendo todavía niño y apenas recuerdo nada de ella, pero escuché luego muchas veces las historias familiares de su resurrección y usé su ejemplo para pontificar sobre la buena vida: nadie quiere permanecer en este mundo cuando sabe que su única tarea es mirar el aire transparente frente a sí.

Una de esas leyendas familiares dice que la bisabuela Rosario, de carácter agrio y gruñón, fingió su enfermedad para manipular a sus hijos y conseguir que regresaran al pueblo para cuidarla. Yo estoy convencido de que no fingió nada, salvo que entendamos la vida entera como un fingimiento adaptativo. Quiso morir porque tenía razones. Luego quiso vivir. Nada más.

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