Vargas Llosa y su mujer entonces, Patricia Llosa, en un acto en 1990 como candidato a la presidencia de Perú
Vargas Llosa y su mujer entonces, Patricia Llosa, en un acto en 1990 como candidato a la presidencia de Perú - Gervasio Sánchez
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Intercambio de saliva: «Cinco esquinas», de Mario Vargas Llosa

Divertida, pero una obra menor. Así es «Cinco esquinas», la nueva novela del Nobel. Una historia con sexo lésbico y conspiraciones políticas. Lo bueno: que se lee de un tirón

Madrid Actualizado: Guardar
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Todavía recuerdo la impresión que me causó la lectura de «La ciudad y los perros», de Mario Vargas Llosa, cuando era apenas un adolescente. La potencia expresiva, el fascinante uso del lenguaje coloquial, la estructura de varias voces o historias alternadas, la mezcla de violencia y ternura, la intensidad de fuego blanco de una prosa novelesca deslumbrante. Eran los años del « boom», y todos sabíamos que la mejor literatura del mundo se estaba escribiendo en esos momentos en español, aunque no precisamente en España.

Después leí «Los jefes», el primer libro, un pequeño volumen de relatos, y a continuación «Los cachorros», que me sigue pareciendo, tantos años después, una de las grandes obras maestras de Vargas Llosa y sin duda una de las mejores novelas cortas de la literatura española de todas las épocas.

Vargas Llosa era entonces un escritor experimental, y en «Los cachorros» inventaba un lenguaje que borraba las distinciones entre narración y diálogo y entre el yo, tú y nosotros narrativos, en un punto de vista fluctuante que saltaba con un virtuosismo desconcertante de lo personal a lo colectivo, de lo íntimo a lo épico.

Un mundo pálido

Luego vendría «La casa verde», la fascinación de la selva transformada en selva de palabras, trasunto de una realidad de esplendor, miseria y violencia que nos avergonzaba y nos hacía sentir que vivíamos en un mundo pálido y domado. Y «Conversación en La Catedral», que comenzaba con esa pregunta inolvidable: «¿en qué momento se había jodido el Perú?». Que es, al parecer, la misma pregunta que tenemos que hacernos una y otra vez los que vivimos en países latinos.

Recuerdo también la fascinación absoluta con que leíamos «La orgía perpetua», el ensayo sobre Madame Bovary donde tanto aprendimos sobre el punto de vista, el uso del imperfecto en esos pasajes similares a los que en el cine aparecen sin diálogos y con música, los párrafos terminados en una frase que comienza con la conjunción «y» o el «estilo indirecto libre», una técnica de la que probablemente nunca habíamos oído hablar antes. Pero mi ensayo favorito de Vargas Llosa sigue siendo el inmenso «García Márquez: historia de un deicidio», ese maravilloso estudio sobre el novelista colombiano que era, además de una muestra de generosidad intelectual rara en nuestras letras, una verdadera poética de la novela posmoderna, una de las pocas en español y una de las mejores. No, sin duda la mejor.

Tres líneas narrativas se entrecruzan en este «mural de la sociedad peruana», con un poco de sociología y un crimen horrendo

Pero ¿era Vargas Llosa un autor posmoderno? Desde luego que no: dentro del «boom» se situaba más en la línea modernista ( Rulfo, Onetti, Fuentes) que en la posmoderna (García Márquez, Cortázar, Lezama, Sabato). Sin embargo, sus siguientes novelas fueron claras incursiones en la posmodernidad, con su aire de juego y sus combinaciones de alta literatura y cultura popular: «Pantaleón y las visitadoras», una obra menor pero enormemente divertida, y sobre todo «La tía Julia y el escribidor», una novela llena de encanto y de nostalgia, una reflexión sobre las formas de la narrativa popular y una maravillosa historia de amor que sigue estando entre mis favoritas de su autor.

Luego viajábamos a Lima y buscábamos allí esa sensación de maravilla que habíamos encontrado en las novelas. Mi estupor cuando, caminando por el barrio de Miraflores, me encontré en las puertas del mismísimo colegio Champagnat. Y uno descubría que Lima es una ciudad como cualquier otra, y que ese rumor de voces, ese español mágico, ese ritmo, ese perfume, era algo creado por la alquimia del novelista. Y que Vargas Llosa había logrado eso que sólo consiguen los dioses de la ficción: transformar la experiencia en literatura.

Quizá «La guerra del fin del mundo» fuera la última gran novela de Vargas Llosa, aunque es una obra que a este lector le resulta fría, quizá por la distancia creada por el marco histórico, y luego muchas otras obras, novelas casi todas de cariz político. Al lado de la celebrada «La fiesta del chivo», caídas inexplicables como «El sueño del celta», obra convencional que busca, quizá, la eficacia deprimente de los «best sellers». Y «La civilización del espectáculo», ese ensayo embarazoso en el que Vargas Llosa arremete furiosamente contra cualquier posibilidad de comprender la estética posmoderna, en el que destroza a Bajtin por defender la cultura popular (¿de verdad le molesta la cultura popular que aparece en Rabelais o en Cervantes?) y en el que escribe con gran desprecio sobre el cine y los «cómicos», que es la forma en que él se refiere a los actores.

«Cinco esquinas» es una obra menor. Es muy divertida y se lee de un tirón, eso tiene de bueno. Está escrita con la técnica (que pudo parecer en su día de raigambre faulkneriana aunque ya Dickens la dominaba) de alternar varios cursos narrativos, tal como el autor explicaba en un libro curioso e interesante, «Cartas a un joven novelista». Nada nuevo a estas alturas, y si acaso algo rutinario.

Escándalos y cotilleo

Tres líneas narrativas: un millonario al que hacen chantaje con unas fotos comprometedoras y su esposa, que comienza un affaire lésbico con su mejor amiga; el director de una revista de escándalos y cotilleo, que trabaja al servicio del régimen de Fujimori, y la redactora principal de la revista; y, por último, un viejo recitador de poemas que acaba en las garras de esa «farándula» que el autor parece odiar tanto.

Un poco de sexo lésbico, que es el más elegante, mucho intercambio de saliva (preceptivo en el «ars amandi» de V. Ll. al menos desde «La tía Julia»), el placer de leer sobre gente rica, conspiraciones políticas, un poco de sociología, un crimen horrendo (¿no lo son todos?), demasiados diminutivos y la justificación de toda obra de arte que aspire a ponerse por encima de la civilización del espectáculo: se trata, en realidad, de un «mural de la sociedad peruana». Dios mío, ¿cuántas veces nos van a sacar ese Joker de la baraja para justificar una novela? Nada cambiará en el vasto edificio del universo si usted no la lee.

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