Estambul en 1890
Estambul en 1890
LIBROS

Fervor y mugre de Constantinopla

El viajero del siglo XIX encontró en el Estambul otomano uno de sus destinos más románticos y literarios. El francés Gautier y el español Blasco Ibáñez dejaron constancia de ello

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Antaño, llegar en barco de vapor a la vieja Constantinopla, a aquel Estambul otomano, provocaba en el viajero del XIX algo parecido a una especie de embolia de los sentidos. El abrumador paisaje de la ciudad, punteado por alminares, remaches de mezquitas y cascarones de murallas bizantinas, sembrado de algaidas, picudos cipreses y cipos de cementerios, se aparecía a los ojos como un decorado para la ópera y el aleluya del alma. En sí misma -y esto resulta archisabido- la idea de Oriente fue instalándose en el subconsciente del europeo como un orbe sutilísimo, lujurioso, aunque muchas veces no obedeciera a la realidad.

Théophile Gautier llegó a Constantinopla en 1852. Pasó en la ciudad setenta y dos días con sus respectivas noches estrelladas (muchas de ellas fueron noches de Ramadán).

Nos legó su libro «Constantinopla», que debe su origen a las agudas piezas que sobre la vida turca fue enviando al diario parisino «La Presse». Ahora, la editorial Círculo de Tiza ha publicado este clásico de la literatura viajera. A los textos de Gautier se les han añadido varios poemas de Cavafis, todos ellos dedicados a la Bizancio perdida, que ya nunca volverá jamás.

En pleno Segundo Imperio, los escritores y viajeros franceses gustaron de emprender el iniciático viaje a Oriente. Dos años antes de la carta de visita de Gautier, Flaubert se presentó en Constantinopla enfermo de sífilis (la había contraído en Egipto). Pero antes aún, el malogrado poeta Nerval también había deambulado por las retorcidas colinas de la ciudad de los dos continentes.

Cogollo de callejas

Como decíamos, llegar a Constantinopla producía un embeleso casi paralizante. Pero otra cosa era ya poner pie en tierra desde el Cuerno de Oro. La fascinación se diluía al instante. El viajero, caso del propio Gautier, se sumergía en un cogollo de callejas, todas ellas tortuosas, espantosamente pavimentadas, con perros leprosos por todas partes y casas de madera que parecían jaulas para pollos. «El Paraíso se cambió en cloaca, la poesía se tornó en prosa, y me pregunté, con cierta melancolía, cómo unas casas tan horribles podían adoptar, desde la perspectiva, un aspecto tan seductor, un color tan tenue y vaporoso». Hoy como ayer, pese a la brutal transformación de Estambul, el turista recién llegado a la ciudad podría decir lo mismo si decidiera internarse por la trama de ciertos barrios históricos. Y, no obstante, es este choque sensorial y plástico a la vez lo que provoca cierto deleite, aunque desde luego no resulta ni apto ni recomendable para los quisquillosos.

Gautier recrea estupendos aguafuertes. El libro está lleno de apuntes sobre impresiones y visitas inexcusables (Santa Sofía, los «tekkes» de los derviches giróvagos...)

Gautier recrea estupendos aguafuertes. Así, por ejemplo, el campo tumulario del «Petit Champs des Morts», hoy por hoy deglutido por las edificaciones apiñadas de Kasimpasa (por cierto, el barrio de la niñez del presidente Erdogan). El libro está lleno de apuntes sobre impresiones y visitas inexcusables (Santa Sofía, los «tekkes» de los derviches giróvagos, la travesía por el Bósforo, los habituales incendios, el Serrallo, etcétera). La visita de Gautier se da en tiempos del sultán Abdülhamit I, quien prosigue con las reformas a la europea emprendidas por Mahmut II (famoso por haber sabido domeñar a los jenízaros tras la gran matanza de 1826). De esta tarea emprendedora surgiría la figura del nuevo turco duplicado: el otomano de la reforma.

De entre sus notas viajeras, si es por escoger, uno elegiría las dedicadas al paseo por las murallas de Teodosio. No existe caminata más melancólica que este calmo andar junto a aquel formidable paño de ruinas y piedras expósitas, antaño vencidas en 1453 por el ardor fanático de Mehmet II. A un lado quedaban los cementerios a la turca, y al otro el molde de una ciudad doliente, que parecía sometida al arcano de algún maleficio histórico («Sería difícil suponer que haya una ciudad viva detrás de estas murallas muertas que ocultan Constantinopla»). Asimismo, la visita al barrio de Balat suscita en Gautier impresiones brillantes, pero antisemitas. Balat es el «gueto inmundo» de los judíos, que muestran la putrefacta decadencia de la raza.

Años más tarde, en 1907, nuestro Vicente Blasco Ibáñez emprendió también su viaje a Constantinopla. Coinciden ahora dos ediciones de su libro «Oriente» (Almuzara y Renacimiento). Por entonces Blasco Ibáñez era ya un escritor de postín, muy viajado, si bien andaba algo atribulado por los vaivenes de su compromiso político (en 1907 había conseguido acta por el partido republicano).

Desde el corazón de Europa Blasco llega por tren a Constantinopla, a la Turquía donde ya se insinúan los cambios instigados por el movimiento de los Jóvenes Turcos. Nos deslumbrará la prosa de nuestro escritor, pero no así sus dotes de augur. No cree en reformas ni revoluciones: «Turquía podrá desaparecer; pero cambiar… ¡nunca! Sólo puede ser como es, y así vivirá o morirá». En menos de veinte años, Turquía cambió de sopetón debido al colosal centrifugado que emprendería Mustafa Kemal Atatürk.

«República perruna»

Como Gautier, Vicente Blasco Ibáñez nos deja pinceladas de un sabor antañón. Nos habla de la «república perruna» de Estambul, con esas peleas de perros callejeros por el dominio de sus territorios. Repara en el prodigioso caravasar de razas, credos y vestimentas que a diario cruzan el puente de Gálata. Recrea la vida secreta en el Serrallo de los sultanes. Departe con el Patriarca Ecuménico de Constantinopla en un impagable diálogo de besugos. Y, como Gautier, nos conmueven sus notas de paseo junto a las murallas bizantinas, a cuyas simientes se prodigan auténticos muladares humanos (hoy aún son visibles ciertos chozos miserables).

En su defensa de los turcos, Blasco podría erigirse en el Pierre Loti español. Alaba la libertad religiosa que el otomano concede a otras confesiones (los armenios no salen bien parados a su juicio). «Yo soy de los que aman a Turquía y no se indignan, por un prejuicio de raza o de religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía en Europa». Nada que temer, pues del turco, pese a la larga sombra del temible cerco a Viena.

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