«Sin título» (1930). Grafito sobre papel, de Almada Negreiros, en la Gulbenkian de Lisboa
«Sin título» (1930). Grafito sobre papel, de Almada Negreiros, en la Gulbenkian de Lisboa
DESDE LA OTRA ORILLA DEL ATLÁNTICO

Esta península mágica

Portugal y España tienen una larga historia en común que traspasó el océano y enriqueció a Brasil

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Portugal es vecino del mundo. Allá donde ha estado, ha imprimido marcas relevantes. En Brasil dejó sangre, lengua, fuertes signos civilizatorios. Una hermandad indestructible. Con España, frontera natural, tiene una larga historia en común. Ambos países alimentan entre sí sentimientos adversos, contradictorios, tomados de una extraña estima que no comporta renuncia. En el pasado, las coronas reales de los dos países se amalgamaron y cada uno forjó, con su particular suerte, una melancolía peninsular.

Muchas veces, el arte portugués ha llegado a España por la puerta grande. Así, habría que reflexionar sobre la naturaleza de cualquiera de las visitas que los portugueses han hecho a sus vecinos. Y recordar los lazos que los unen. Como, por ejemplo, que el castellano tuvo una intensa presencia en Portugal hasta el punto de suscitar que algunos estudiosos proclamasen, con excesiva exageración, que en el país existía un cierto bilingüismo. Un fenómeno cultural y político que se inició en el periodo conocido como Quatrocentos, y que sólo se enfrió dos siglos más tarde, antes de la Restauración de la Independencia, en torno a 1640.

Las circunstancias históricas que en la época enlazaron a ambas lenguas, tanto en la disputa por el poder político como en las querellas poéticas, convirtió al castellano en una lengua de prestigio que la élite portuguesa adoptó ampliamente. Una aparente simbiosis social y lingüística que permitió al imaginario portugués abastecerse lentamente de autores como Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Lope de Vega. Dicho hecho sucede justo en un periodo en el que en Portugal surgen creadores de la magnitud de Camões y Gil Vicente.

Tales uniones lingüísticas e históricas propiciaron, como consecuencia, que se detectase en el sustrato brasileño, al otro lado del Atlántico, además de la presencia absoluta del portugués, vestigios de la presencia del espíritu de la lengua española. Una influencia cultural y antropológica que, debido a las circunstancias portuguesas, enriqueció el repertorio brasileño, reforzó el conocimiento de cuánto Portugal, como prioritario, y España, en reducida proporción, además del tupí-guaraní y de las lenguas africanas, formaron parte de la matriz de la lengua en uso en Brasil, capaz de registrar su realidad social y literaria. Lo que nos lleva a considerar que en la base de los cimientos del pensamiento literario brasileño hay una pluralidad estética que se debe, entre diversos orígenes, a la sólida presencia portuguesa y a la lengua española, la tupí-guaraní y las aportaciones africanas. Una preciosa infiltración que se percibe en el habla popular y en la escritura erudita del país.

El pasado explica esas simbiosis. Hay que recordar que inmediatamente después de la muerte trágica del rey portugués Sebastián I en las costas africanas, en 1580, Portugal y la colonia brasileña pasaron al dominio de Felipe II, cuando se formó la Unión Ibérica. La tierra brasileña, a su vez, quizás por la distancia, no atrajo al monarca encerrado en El Escorial. Con todo, atento a los trastornos que pudiesen ocasionar intervenciones radicales en la colonia brasileña, el monarca se eximió de cancelar las leyes portuguesas o de imponer a los nativos el español como lengua oficial.

El hijo de Carlos V conservó, sobre todo, autoridades brasileñas y portuguesas al frente de la administración para no intervenir en decisiones que afectasen la normalidad jurídica vigente. Y al resistirse a anexar Brasil a su imperio, o incluso a dividir aquellas tierras, lo que habría dificultado en el futuro la unificación nacional, Felipe facilitó la expansión territorial del país en dirección oeste, lo que favoreció una ampliación de tierras que terminó por confluir en las Bandeiras, expediciones lideradas por hombres intrépidos que, en flagrante desacato del Tratado de Tordesillas, con la excusa de buscar esmeraldas, expandieron las tierras en una verdadera epopeya nacional. Dichas iniciativas, entre otras, establecieron vínculos afectivos entre los naturales del reino y los portugueses.

De hecho, en una ocasión, al inventariarse los escasos bienes de determinado expedicionario bandeirante se encontró en su equipaje un libro antiguo maltrecho por el uso con los poemas de Quevedo. Indicios de que esos poemas fueron arrastrados por la selva por un hombre que disfrutaba de la poesía mientras sondeaba el corazón profundo de Brasil.

Brasil se sedimenta en esa alborada histórica. Durante la vigencia de la Unión Ibérica, que duró sesenta años, sufrió acciones esenciales que impulsaron, en especial, su cultura lingüística. Abrasileñó el portugués luso, absorbió los imaginarios indígena, negro, latino, ibérico, convivió con los judíos expulsados de España, sufrió la inexistencia de la imprenta, lo que lo llevó a leer libros procedentes de la península, explotó el uso del género epistolar. En definitiva, un conjunto de hechos que impulsó el crecimiento de su misterio cultural y lingüístico y que permitió el registro poético inherente a su razón de ser. Un brasileño, sí, como los demás, pero hijo del universo que inventa el arte.

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