Christopher Isherwood sin aditivos

En las cartas de «Kathleen y Christopher» afloran nuevos datos sobre la relación del escritor inglés con su madre

Christopher Isherwood y W. H. Auden ABC
Jaime G. Mora

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Entre novelas, memorias y artículos periodísticos, Christopher Isherwood (Cheshire, 1904; Santa Mónica, 1986) escribió una treintena de libros, amén de un buen número de guiones cinematográficos y obras de teatro. Fue uno de los escritores ingleses más importantes de su generación. Y sin embargo dudaba de su talento. «Yo quisiera escribir novelas, novelas de verdad, pero a lo mejor soy incapaz», le escribía a su madre en 1939 desde Nueva York.

Con 35 años, después de abandonar su Inglaterra natal, ya lejos de Berlín por miedo a que los nazis persiguieran su homosexualidad, había escrito «El monumento», «El señor Norris cambia de tren» y «Adiós a Berlín», sus tres obras más emblemáticas. Todas ellas, como la mayor parte de sus títulos, de un marcado carácter autobiográfico. «Puede que haya llegado al límite de mi talento», se lamentaba. «Podría describir a cualquiera, cualquier cosa del mundo, pero no sé construir una historia».

En Isherwood, «la distinción entre invención y autobiografía es sobre todo un problema de técnica», resumió su biógrafo Brian Finney . Hizo de sí mismo un personaje de ficción, y esa construcción comienza en su propio pasado. Hijo de un coronel de la Armada británica que murió en la Primera Guerra Mundial, pronto se rebeló contra la gloriosa evocación de su padre. Era su madre, Kathleen, quien intentaba atarlo a una época que no estaba hecha para el chico indómito de las letras inglesas. Christopher reaccionó contra esa educación férrea.

Su sexualidad, su profesión, su huida de aquellos ambientes herméticos hasta instalarse en California para no regresar jamás, fue su manera de escapar de esa «telaraña» que era la memoria de ella. El Isherwood-personaje no se reconciliaría con sus orígenes hasta 1977, con la publicación de la biografía de sus padres, «Kathleen y Frank», pero la correspondencia que mantuvo con su madre entre 1935 y 1939, escrita sin la impostura dramática de su literatura, sin mezclar memoria e imaginación, sugiere una relación más amistosa.

En las cartas contenidas en « Kathleen y Christopher » (Alpha Decay), Isherwood es cariñoso con ella: toda las semanas se sienta a informarle de sus avances literarios y de su relación con Heinz, un joven alemán que acabó en las garras de la Gestapo. Kathleen acepta las relaciones de su hijo con hombres y le sigue la pista por Copenhague, Bruselas, Ámsterdam, París, Portugal, China y finalmente Nueva York y Hollywood, ya a salvo de la guerra. «Ojalá estuvieras aquí… fuera del alcance de las bombas», le escribe Isherwood.

Kathleen apoya a su hijo como si fuera su agente literaria y lo mantiene ligado a un universo del que él nunca se desprendería. En el final de esta correspondencia, que es también un magnífico testimonio de un joven inquieto que descubre los sinsabores de la vida en aquellos años tan convulsos, Isherwood anhela estar junto a su madre y poder hablar con ella.

«Sé que te he hecho infeliz muchas veces, pero, créeme, he sido castigado por ello», admite. «Mi castigo ha sido que siempre, de un modo u otro, he hecho que las personas a las que he amado se comportaran conmigo como yo me he comportado contigo. ¡Dios mío, cuánto tiempo lleva aprender!».

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