ENTREVISTA

Carlos Pardo: «En España ha habido una idea un poco monolítica de la literatura española»

En «Lejos de Kakania», su última novela, el escritor madrileño, uno de los mejores poetas de su generación, demuestra ser un virtuoso en el género autobiográfico

El escritor Carlos Pardo ABC

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El espejo nunca es complaciente, y tampoco miente. Suelta verdades como puños. Y, en el caso de la literatura , la imagen que devuelve está desprovista del ego, desnuda, cruda. Por eso muy pocos escritores se enfrentan a él, o lo hacen con el ánimo crítico de ser fieles a sí mismos. Y por eso, como lectora, se agradece que Carlos Pardo (Madrid, 1975) disfrute tanto exponiéndose en busca de una identidad que sólo hallará, si la encuentra, en las palabras. Es lo que hace, una vez más, en «Lejos de Kakania» (Periférica), su última novela, cuya publicación motivo esta charla, a ritmo de jazz, en un café del Madrid de los Austrias.

¿Se siente cómodo con el término o la etiqueta, mejor dicho, «literatura del yo»?

Es empobrecedor, como todas las etiquetas. Tendemos siempre a buscar definir por oposición: el yo contra el otro/s. Hay autobiografías escritas en segunda persona, en tercera persona, incluso en un plural de la primera persona. Yo soy muy consciente de que en la literatura la verdad no es la verdad de los hechos, sino que es la verdad del estilo.

De hecho, lo dice en el libro.

Y por eso en el libro hay un capítulo largo que está en verso, un verso muy prosaico, muy narrativo, medio humorístico, que está narrado en tercera persona. Narrar eso de esa manera me permitía construir capas de verdad diferentes a las que tendría una visión un poco pacata de lo autobiográfico, como si sólo pudiera ser el testimonio de un yo en primera persona. Incluso la literatura testimonial del siglo XX más interesante, incluso la más cruda, la posterior al Holocausto, es muy consciente de que los ejercicios en primera persona no siempre son los que construyen lo autobiográfico. En la buena literatura autobiográfica, la construcción del yo surge cuando hay un fracaso de lo comunitario, y eso está desde el origen del género, desde San Agustín.

Y, teniendo en cuenta su labor, también, como crítico, ¿qué piensa de esos críticos que confiesan estar un poco hartos de este tipo de novelas autobiográficas?

Por un lado, uno comprende los hartazgos, yo comprendo que hay determinadas fórmulas que están caducas. Hay un tipo de literatura «autobiográfica» que se ha convertido en un cliché: el escritor que, mientras investiga sobre un tema, cuenta fragmentos de su vida personal. Pero cuando, de repente, surge una buena novela en esa línea, ¿por qué no? Con todo mi respeto a mis compañeros críticos, creo que se confunde un cambio antropológico con una moda. Hemos vivido una revolución en la que, más que hablar de moda de la autoficción, lo que ha pasado es que estos géneros marginados, que antes se consideraban subalternos, ahora se consideran gran literatura. Luego, la diferencia está en que se escriba bien, se escriba mal y que el libro tenga una potencia o no la tenga. Igual de convencional puede ser una novela negra que un libro autobiográfico. Pero, a la vez, si una novela de género llamado negro es lo suficientemente potente como para dinamitar las propias limitaciones de su género, se convierte en un gran libro. Annie Ernaux, Maggie Nelson o Naipaul son escritores con un potencial y una capacidad de ampliar lo que consideramos ficciones que es un cambio en nuestra manera de entender la literatura.

En su caso, ¿de dónde viene esa necesidad de autoexplorarse a través de la escritura?

Incluso con la poesía, siempre he tenido una tendencia autobiográfica. Pensándolo ahora, viene de la incapacidad de asumir una voz como propia, de considerar que uno es una persona inacabada, una especie de falsificación identitaria. Siempre me ha gustado la literatura autobiográfica y siempre he considerado que eso es gran literatura. Esa dialéctica entre la exposición y el pudor que tiene lo autobiográfico siempre ha sido algo en lo que me he sentido cómodo; no tanto como un objetivo narcisista, sino muchas veces para desmontar cualquier estrategia de leyenda personal, cualquier identidad de cartón piedra que uno se coloca encima para sentirse una persona importante. Y luego porque en eso hay una ampliación de lo literario que es político y necesario. Casi todas las guerras ideológicas, políticas, importantes que se están dando ahora se dan en este campo, que es el de la construcción de la identidad. Y en un momento en el que nos hemos vuelto obsesivos vendedores de nuestra imagen prefabricada a través de las redes sociales, lo autobiográfico es una manera de desmontar todo eso. La buena literatura autobiográfica es el esfuerzo contrario al de la proyección de la imagen de cartón piedra de las redes sociales.

¿Hay alguien que se haya quejado al haberse visto reflejado en el libro, que le haya pedido explicaciones?

He escrito el libro con una alegre irresponsabilidad por un lado, y luego también con una conciencia de que tenía que ser responsable cada vez que citaba a alguien. Uno no escribe estos libros para hacer un ajuste de cuentas, y si es un ajuste de cuentas es sobre todo con su propia imagen. Algunos, sobre todo ese pequeño mundo que apenas ocupa un 10% de la novela, el de los poetas, son los que más se ofenden, pero al final los que se ofenden no son los que aparecen, sino los que no aparecen, es así de triste. Esto es una obra de ficción, es una novela, esto no es un testimonio, nuestras vidas no son importantes, son mediocres, pero las emociones que se han puesto en juego sí son importantes.

¿Ha muerto el personaje de ficción?

No creo, pero es verdad que la caracterización de los personajes de una época determinada de la novela como personajes cerrados que tenían que tener unos rasgos muy claros sí ha muerto. Pero no ha muerto ahora, murió a finales del siglo XIX. Los personajes coherentes han muerto. Parece que el escritor no se atreve a darle entidad de persona a sus personajes y prefiere convertirlos en una especie de caricaturas. Dicho esto, los personajes de ficción no van a morir nunca, y no sólo eso, sino que todas las personas que aparecen en un libro autobiográfico tienen que convertirse en personajes de ficción, tiene que dar ese salto, y si no lo dan el libro suele ser malo.

¿Y la poesía ha muerto?

No, la poesía no ha muerto.

¿Y, entonces, qué le pasa?

Lo que ha muerto es la importancia social de la poesía, ha desaparecido una idea nacional de la poesía. La poesía española como entidad propia probablemente ha muerto por falta de interés. Sigue habiendo poetas maravillosos que ya no conciben su filiación a una poesía española, sino a una poesía en español, que es sobre todo americana. Esta especie de muerte de una categoría que se llame poesía española es una liberación para los escritores.

¿Por qué?

Porque supone asumir la intemperie desde la que se escribe poesía y la necesidad de estar continuamente dialogando con una tradición que no existe y que hay que inventar. Por eso, más que de tradición hay que hablar de genealogía, uno tiene que estar continuamente inventando una genealogía. Pero eso coincide con un momento en el que hay una poesía de «influencers», «instagramers» y demás con muchísimos éxito.

Llamar a eso poesía es mucho llamarlo...

Bueno, sí, pero igual que hay una novela comercial, hay una poesía comercial. Una de las cualidades que tiene la poesía para no morir nunca es que viene de ultratumba, ya murió hace mucho tiempo, la poesía es vieja, es anacrónica y su propio anacronismo le permite tener una vigencia política que va en contra de la dictadura de la actualidad.

¿Hay más egocentrismo en la poesía que en la novela, menos generosidad?

Gente generosa y gente egocéntrica hay en todas partes, pero es verdad que el mundo de los narradores, salvo contadas excepciones que son muy evidentes, parece que tiene mejor rollo que el mundo de la poesía. Es verdad que en la poesía, tradicionalmente en España, ha habido como una lógica de que sólo puede quedar uno. La falta de prestigio social y la falta económica hace que se construyan unos delirios extraños de trascendencia de posteridad en un momento en el que los propios poetas son conscientes de que la posteridad no existe. De hecho, el tiempo nos ha vuelto clásicos, vivimos para nuestro tiempo, somos como los clásicos, el carpe diem se ha acelerado.

Hace poco, un conocido escritor recopilaba en Twitter la edad de los últimos ganadores del Cervantes y decía que era un «premio a la longevidad». ¿Serán capaces los jurados de dar ese salto generacional?

Sí, lo tienen que hacer. Es que es un problema, pero tiene que ver también con la lógica de las generaciones y con que, hasta hace muy poco, la literatura española seguía concibiéndose como una entidad cerrada en la que había grupos enfrentados.

¿Y ya no los hay?

Yo creo que ya no los hay. A la vez que la juventud se ha convertido en un «target» de mercado clarísimo, parece que abandonamos a los viejos. Entonces, yo creo que está bien que el Cervantes sea un premio para una trayectoria potente. A mí lo que más me preocupa del Cervantes es que siga siendo un premio alterno entre España y América Latina, como si fueran dos bloques distintos.

Cuando somos lo mismo.

Y no sólo eso, sino que España es un país periférico respecto a América Latina.

Esa lectura está muy bien.

Sí, ¿por qué no es un año Perú y el otro Chile? El Cervantes tendría que ser un premio hispanoamericano todos los años y España ser un país más; entonces tendría más credibilidad.

¿Cree que las generaciones sénior son generosas con los que vienen detrás?

Bueno, yo creo que hay un problema general en España, que es que ha costado mucho llegar a determinados espacios de poder.

¿Hablamos de literatura?

De literatura, pero sucede en todo, también en la política, en el mundo empresarial, en todas partes. Ha habido una generación, a la que le costó llegar en un momento determinado por circunstancias políticas, que ha podido hacer de tapón. Y, en el caso de la literatura, incluso ha habido una necesidad del país de definirse como un país moderno, que ha construido una generación de escritores en los años 80 que es verdad que ha sido un poco tapón de otras manifestaciones. En España ha habido una idea un poco monolítica de la literatura española. Los que se quedaban fuera de esa imagen, de esa idea de que la literatura es como una estrategia de propaganda de la marca España, porque eran raros, tullidos, «outsiders», muchas mujeres y muchas escrituras residuales, no han sido tan visibles. Luego todo eso cambia en la propia relectura del canon que hacen las generaciones más jóvenes. Personalmente, he tenido muy buena relación con las generaciones anteriores, han sido muy generosas conmigo, pero es verdad que sí he detectado que había una necesidad de defender al que compartía una estética con ellos, y eso es algo que yo creo que se ha roto.

¿Desaparecerá algún día el pesebrismo?

Bueno, debería haber muerto ya. Que la cultura no le importe a ningún partido político es un síntoma de que desaparecerá incluso el clientelismo que hay metido dentro de la literatura, porque la cultura va a ser revolucionaria a la fuerza, va a ser «outsider». Es una pena. Lo verdaderamente trágico es que desde las instituciones se apoye tan poco la cultura, que los políticos sean incapaces de recomendar un libro, y cuando lo hagan demuestren un mal gusto absoluto. Eso es lo que me parece trágico.

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