Una de las viñetas de «El tríptico de los encantados», de Max
Una de las viñetas de «El tríptico de los encantados», de Max
ARTE

Max, con la cabeza llena de grillos

También el cómic se une a los fastos del aniversario del Bosco. Así Max traduce a viñetas algunos de sus cuadros

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En la primera descripción que conservamos de « El jardín de las delicias», escrita por Antonio de Beatis en 1517, se habla de unas tablas con diversas extravagancias, «donde se desfiguran mares, cielos, bosques, campos y muchas otras cosas, unas que salen de una almeja marina, otras que defecan grullas, mujeres y hombres, blancos y negros en diversos actos y maneras, pájaros, animales de toda clase y con mucha naturalidad, cosas tan agradables y fantásticas que quienes no tengan conocimiento de ellas, de ningún modo se les podría describir bien». Es importante que el primer esfuerzo textual en torno a este lujo pictórico hable explícitamente de la imposibilidad de describir lo visto, estableciendo un cauce interpretativo que tendrá que reconocer en muchos momentos la singularidad de lo «incatalogable».

Por su parte, Felipe de Guevara, en sus famosos «Comentarios de pintura», advertía hacia 1560 que la tan celebrada pintura del Bosco, llena de extraños detalles, «de hombres donosos y de raras composturas de pintar», es semejante al género de pintura puesto de moda por el greco-egipcio Antófilo hacia 300 a. C. y que llamaban «grillo»: figuraciones de lo fantástico, de lo metamórfico, quimeras, horribles sueños que Lomazzo considera que habían sido reflejadas por una mente «veramente divina».

Pájaros y diablos

Max, años después de haber trazado las andanzas de Peter Punk en un mítico y corrosivo cómic como «El Víbora», afronta la nada fácil tarea de ofrecer su «versión» del Bosco, y lo hace por medio de una estupenda «pantomima» que entrelaza « Extracción de la piedra de la locura», el vertiginoso «Jardín» y « Las tentaciones de San Antonio Abad». En el primer episodio, un hombre «atormentado» cae en las garras de unos engañabobos que le libran tanto de la piedra enloquecedora, redonda como una canica, cuanto de la bolsa que les permitirá gozar en la taberna. Un pájaro atraviesa páginas silenciosas para hacerse con ese mínimo «resto esférico», que vendrá a caer en la siguiente peripecia sobre un diablillo (patético y, a la postre inofensivo, portador de un mazo que no sirve para nada) que quedará disecado en el suelo. Tras tantas tentaciones, San Antonio contemplará, en el colmo de la estupefacción, que en esa piedra «caída del cielo» se asiste al último y más fascinante episodio: la cabalgata de los encantados.

Los prodigios están ante los ojos de aquel que ha renunciado a todo y que, por toda compañía, tiene un cerdo un tanto sentencioso. Tal vez se trata de una anticipación de aquel escenario shakesperiano al que se encarama un idiota lleno de ruido y furia, o estamos asistiendo a un intermedio antes de que se produzca el juicio final y la danza extraña y pre-surreal no sea otra cosa que una manifestación absurda del pánico ante la inminencia de lo peor. Max, en páginas que parecen protagonizadas por el blanco aire que surcan los pájaros, convierte al demente en alguien que termina suplicando por el retorno de aquella piedra que le extirparon de forma brutal. Solamente en la cabeza de un «grillao» pueden habitar esos grillos que proporcionan tanta «delicia».

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