REPORTAJE

El arte de vagabundear y dialogar con el paisaje

Los ‘flâneurs’ proliferan en la literatura y el arte: practican la ‘gastronomía de los ojos’ a la espera, quizás, del susurro de las musas. ¿Quiénes son estos errantes meditabundos? ¿Es posible la ‘flânerie’ en tiempos de dictadura de las pantallas?

‘El caminante’ de Jiro Taniguchi, subido en un árbol para coger perspectiva

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«Voy leyendo el paisaje, dialogando con él de forma permanente. Creo que tengo el conocimiento de la lengua en que está escrito». La llamada de ABC Cultural pilla a Eduardo Martínez de Pisón en Asturias después de un año terrible de pérdida, enfermedad y encierro. «Acabo de dar un paseo delicioso por valles alomados frente al mar. El verano no acaba de romper aquí y todavía tienes la sensación de despertar primaveral, de renovación. Sí, se puede decir que he estado ‘flaneando’, pensando en todo y en nada mientras caminaba, buscando argumentos para un próximo artículo o libro… o simplemente disfrutando de la naturaleza, sin más».

Geógrafo, escritor y montañero, Martínez de Pisón es autor, entre otros ensayos, de ‘La montaña y el arte. Miradas desde la pintura, la música y la literatura’ (Fórcola). El paisaje, dice este sabio, es un territorio interpretado culturalmente que nos proporciona una experiencia estética. Sin motivo, sin interés práctico. Pero abierta al aprendizaje, al descubrimiento. «El sentimiento de la naturaleza -escribe Unamuno , reconocido ‘flâneur’, uno de los 1.200 autores que Pisón cita en esta obra-, el amor inteligente, a la vez que cordial, al campo, es uno de los más refinados productos de la civilización y de la cultura». «Unamuno te enseña a ver Gredos. Con Machado , Soria gana una barbaridad, porque a los guijarros los volvía versos. Hay una cultura, un mito que nos envuelve». Un ‘flâneur’ fomenta poéticamente el misterio de las cosas, no lo describe totalmente, lo deja en el aire. Pero el paseante favorito para Pisón es Herman Hesse . «Es de una finura exquisita, un gran catador de paisajes, sobre todo en sus relatos breves, sus ‘miniaturas suizas’».

«Un flâneur fomenta poéticamente el misterio de las cosas, lo deja en el aire» (Eduardo Martínez de Pisón)

¿Cuál es el origen del ‘flâneur’ , término francés que significa ‘caminante’, ‘paseante’, ‘callejero’ , persona que vaga sin rumbo ni objetivo fijos, ya sea en la ciudad o en el campo, con ánimo meditabundo pero abierto a cualquier estímulo del entorno que excite su imaginación y su creatividad, quizás un diletante (o tal vez no) que cuajó como espécimen literario en el París del siglo XIX ? Cabe pensar que cuando nuestros antepasados bajaron de los árboles para buscarse la vida el interés principal era comer y no ser comido. Superar la cuadrupedia tenía como objetivo correr erguido, no pasear con una brizna de hierba entre los labios. De modo que la figura del errante sin ojos en el cogote, relajado y contemplativo, solo podía surgir en un hábitat más o menos seguro. El primer ‘flâneur’ debió ser un filósofo espontáneo, probablemente a la vera de algún gran río mesopotámico, alguien que, como escribe Jean-Jacques Rousseau , prefería más soñar despierto que dormido.

Ilustración de ‘Thoreau. La vida sublime’ (Impedimenta)

Ensoñaciones

No perdamos de vista la ‘rêverie’ (ensoñación) de Rousseau. El polímata suizo (1712-1778) se adelanta a la invención formal del ‘flâneur’ en ‘Las meditaciones del paseante solitario’ , que escribió con su último aliento. «En ocasiones, mis fantasías desembocan en la meditación, pero lo más frecuente es que mis meditaciones desemboquen en la fantasía; y durante esos desvaríos mi alma erra y planea en el universo con las alas de la imaginación, en éxtasis que supera cualquier goce».

En su séptimo paseo firma el acta fundacional del ‘club de los caminantes’, cuya sede social está en todas partes, que incluye a los trascendentalistas del siglo XIX ( Emerson , Thoreau ) y gente que juega en el área ( Whitman , Muir , Beston ): «Vivificada por la naturaleza y revestida con su traje de boda en medio del curso de las aguas y del trino de los pájaros, la tierra ofrece al hombre en la armonía de los tres reinos un espectáculo lleno de vida, de interés y de encanto, el único espectáculo del mundo del que ni sus ojos, ni su corazón se cansan jamás (...) Los olores suaves, los colores vivos y las formas más elegantes parecen disputarse a porfía el derecho de llamar nuestra atención».

Urbanitas en origen

Pero el ‘flâneur’ como tal tuvo un origen urbano y, además, peyorativo, pues eso de vagar por los bulevares y parques parisinos se veía por algunos como una pérdida de tiempo , una holgazanería. Hasta que Baudelaire acudió al rescate. «Hace años escribí sobre el soneto que le dedicó ‘A una que pasa’ , todo un manifiesto sobre el ‘flanerismo’ como búsqueda de lo imposible y el deseo supremo. El poeta siguió los pasos de Stendhal , el ‘flâneur’ más apasionado y cercano que conozco», comenta Andrés Trapiello , practicante de esta religión. Así cantan los primeros versos: «La calle ensordecedora gritaba en torno a mí. / Alta, esbelta, enlutada, majestuosamente entristecida. / Una mujer pasó y con gestos elegantes / alzaba y balanceaba la guirnalda de sus velos (...)».

Los ‘flâneurs’ de ‘Calle de París, día lluvioso’ (1877), de Gustave Caillebotte

Baudelaire no se limitó a beber «crispado como un loco» en los ojos de esa dama que pasaba, sino que escribió un auténtico manifiesto en defensa del ‘flâneur’ como parte de la fauna del París rediseñado por el barón Haussmann bajo el reinado de Napoleón III : «La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces. Su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto ‘flâneur’, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito. Estar lejos del hogar y aun así sentirse en casa en cualquier parte , contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido (...). El espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato».

«Habrá paseantes mientras quede curiosidad en el mundo. No hay pantalla que pueda con la vida callejera» (Andrés Trapiello)

Otros se unieron a su causa: para Balzac , la ‘flânerie’ es «gastronomía para los ojos». Para Sainte-Beuve , «lo más opuesto a no hacer nada». Walter Benjamin da una vuelta de tuerca al describir al ‘flâneur’ como un moderno espectador urbano, un detective aficionado producto de la alienación propia de la ciudad y del capitalismo. El filósofo berlinés vaticina el fin de este «investigador callejero» a manos de la sociedad de consumo. Porque ¿quién va a practicar el arte del garbeo en los desalmados no-lugares (descritos por el antropólogo Marc Augé ) que prosperan en las grandes urbes, como un centro comercial o una ronda de circunvalación? Escribe Benjamin en su ‘Libro de los pasajes’ : «La multitud era el velo tras el cual la ciudad íntima, como una fantasmagoría, hacía señas al ‘flâneur’. En ella, la ciudad era ora un paisaje, ora una habitación, y ambos entraron en declive con la construcción de los grandes almacenes, que aprovecharon la propia ‘flânerie’ para vender su mercancía. El centro comercial asestó el golpe definitivo al ‘flâneur’».

Soledad en compañía

Y eso que Benjamin no conoció la sociedad hipertecnificada en la que nos movemos, encadenados a las pantallas como un enfermo a un gotero. Trapiello, en cambio, es más optimista: «Habrá paseantes, o ‘ruantes’ como se decía en tiempos de Galdós (el gran ‘flâneur’ español de todos los tiempos) , a poca curiosidad que quede en el mundo. No hay pantalla que pueda con la vida callejera, de hecho la mayor parte de lo que sale en las pantallas está tomado de lo que pasa en la calle. Eso no hay imaginación que lo supere». El autor de ‘Madrid’ (Destino, 2020) cree que la capital de España conserva, por ahora, su encanto para los paseantes. «Tiene el tamaño justo, ni grande como para agobiarte ni pequeña como para dejar de ser un solitario y un desconocido para todo el mundo. Porque lo que busca el ‘flâneur’ es la compañía que no le estorbe la soledad».

Edgardo Scott (Lanús, Buenos Aires, 1978) es autor de ‘Caminantes’ , ensayo que Gatopardo publicará próximamente en España. Un libro que surgió «del desvío de una nota para un diario argentino». El texto que Scott escribió sobre los ‘flâneurs’, los paseantes, los vagabundos, los peregrinos, los ‘walkmen’... se le estaba yendo de las manos y cobró vida en algo más ambicioso. «Es uno de los grandes temas de la literatura , como el viaje , el enamoramiento, el padre, la novela de iniciación... y por lo tanto es un tema infinito; son innumerables los autores que escribieron sobre la caminata o que fueron ellos mismos caminantes, o las dos cosas». Scott ha traducido a Thoreau y a Joyce , dos referentes (¿qué es Leopold Bloom sino un ‘flâneur’ de manual, reverenciado el ‘Ulises’ hoy y siempre por una nutrida tropa que patea Dublín durante el Bloomsday con su biblia laica en la mano, deteniéndose en algunos santuarios, por ejemplo para apretarse un sándwich de queso Gorgonzola y un vaso de vino de Borgoña en Davy Byrnes o comprar jabón de limón en Sweny’s Chemist?). ‘Flâneurs’ fueron Robert Walser -autor del opúsculo ‘El paseo’ , digamos un catecismo- y T. S. Eliot , también Oscar Wilde y Pessoa . Y tantos otros.

Todas las capas

Edgardo Scott vive en París, en el 13ème, y cree que en la ciudad pervive el espíritu de la ‘flânerie’. Camina. Mucho. «París tiene algo cuando te alejás de los lugares turísticos que son los ‘coins’, es decir, los rincones, las esquinas. De golpe puedes estar en una zona de edificios inexpresivos de los años sesenta y después das la vuelta a la esquina y te encontrás en un ‘square’ donde parece que estás en el siglo XVIII, y caminás cien metros y el paisaje vuelve a cambiar. Eso está muy bien descrito en un libro que estoy traduciendo, del arquitecto urbanista Roland Castro . Es de la generación de mayo del 68 y ha tratado de contradecir la visión de Le Corbusier sobre París. Creo que Castro tiene razón, que una ciudad tiene que mostrar todas sus capas históricas , y que eso es justamente lo que le gusta coleccionar a un caminante. La ciudad como un panegírico y el caminante como un involuntario arqueólogo. Yo entiendo y practico la caminata como una forma de lectura del mundo y de la ciudad. Pero una lectura placentera, no obligatoria; supongo que se trata de eso».

El paseante adquiere en el escritor, crítico literario, profesor y traductor César Antonio Molina un carácter poliédrico. En ‘Todo se arregla caminando’ (Destino), sexto volumen de sus memorias de ficción -serie donde la figura literaria de la que hablamos está, de un modo u otro, siempre latente- hallamos un ‘flâneur’ que desborda la cotidianidad y el presente, que busca algo más que el callejeo o el paseo por los caminos: la iluminación que proporciona el viaje (por eso lo encontramos en Ginebra, Milán o Varsovia), las vivencias personales, el diálogo con los fantasmas de Nabokov, de Musil o de Rilke... Y aún más: un caminar introspectivo donde subyace el melancólico transcurrir del tiempo y un argumento muy del autor: la reflexión sobre los males de la educación en Europa y el olvido de la cultura por parte del poder político. Ese acervo que podemos dejarnos por el camino por culpa de la ‘idiotización’ que produce el abuso tecnológico es, por cierto, la materia principal de su último ensayo, ‘¡Qué bello será vivir sin cultura!’ .

«La caminata me parece una forma de lectura placentera del mundo» (Edgardo Scott)

‘El caminante’ , el bellísimo cómic de Jiro Taniguchi , es una pieza esencial para comprender la ‘flânerie’. No anda lejos de su espíritu ‘La vida es buena si no te rindes’ o ‘Ventiladores Clyde’ , obras maestras de Seth , aunque en ellas se introducen como matices la pérdida y la búsqueda. El personaje de Taniguchi es, quizás, el ‘flâneur’ más puro que nos ha regalado la cultura pop : a lo largo de unas viñetas que avanzan a ritmo parsimonioso y con largos y elocuentes silencios se describen los vagabundeos de un tipo corriente que no tiene nada importante que hacer, salvo la celebración de la existencia en lo cotidiano.

Prodigios ordinarios

Baudelaire sale en busca de una mujer «ligera y noble con su pierna estatuaria». Ignora qué ruta siguió («¿No te volveré a ver sino en la eternidad?»). Fue a nacer Yeats casi al mismo tiempo que a morir Baudelaire, y en su poema ‘La canción de Aengus, el errante’ -que recuerda el argumento del soneto del francés-, el irlandés, henchido de imaginería celta, envía a su protagonista a caminar por tierras bajas y tierras montañosas en pos de una criatura feérica para besar sus labios y tomar sus manos, y coger hasta el fin de los tiempos «las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol».

Hace poco más de un año, después de meses de duro confinamiento, una hueste de seres humanos salió de su casa a pasear con horario y territorio tasados. Se movían con una mezcla de fragilidad y determinación, al estilo de ‘El hombre que camina’, de Giacometti , el artista que supo expresar en su escultura el movimiento como metáfora de la existencia -como recordó en estas páginas hace una semana Pedro G. Cuartango-. La mascarilla les agrandaba los ojos, o quizás era el pasmo. Estos ‘flâneurs’ desenjaulados recordaban al caminante de Taniguchi, sorprendidos por los prodigios de las cosas sencillas que veían alrededor.

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