Joan Margarit lee un ejemplar de «Todos los poemas (1975-2012)» (Austral)
Joan Margarit lee un ejemplar de «Todos los poemas (1975-2012)» (Austral) - inés baucells
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Joan Margarit, «Todos los poemas» y «Amar es dónde»

Joan Margarit es uno de los grandes poetas del amor. Enigma y misterio confluyen en él; también el silencio de la palabra escrita. Versos en los que podemos sumergirnos por partida doble

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Una obra completa son todos sus libros y a la vez un único poema: el que todo poeta siempre está escribiendo y que nunca acaba de terminar. Para los simbolistas el libro era más importante que el poema; para Margarit, no: para él, la poesía es «la complejidad de fondo» del poema. De ahí que los mejores suyos tengan la compacta solidez de los antiguos epigramas y que, por eso mismo, recuerden tanto la estructura del soneto; de un soneto que él ha cultivado, pero que se ha permitido metamorfosear dirigiéndolo o hacia sus orígenes –el epigrama– o hacia su desarrollo –la elegía–, que son los cauces por los que su escritura suele transitar.

La poesía para él es, sobre todo, subjetividad, pero también y, en grado no menor, enigma y misterio.

Y la combinación de ambos elementos produce lo que este autor más busca: la intensidad, que, en su caso, surge de un profundo análisis de la contingencia y de una aceptación de la realidad, porque, para él, como para el Pedro Salinas de «Lo que queremos nos quiere aunque no quiera querernos», también «es amor / aquello que parece hostil».

Como todos los poetas que de verdad lo son, Margarit no tiene temas sino obsesiones

Margarit –como Maragall– capta lo trascendente que hay en lo cotidiano. Por eso el estilo y tono que prefiere es el propio de la lengua coloquial, rasgo este que lo acerca a Hardy y Larkin más que a Eliot y Auden, y sobre el que pivota lo que él mismo ha denominado «una inteligencia sentimental» que, en no pocas ocasiones, se aproxima mucho a lo que los latinos entendían como consolatio. Lo que explica también su serenidad y la ausencia en él tanto de histrionismo como de trucos y aparato, porque lo que el lector tiene delante es una instancia de discurso lírico que no renuncia ni a lo civil ni a lo moral, y que no pocas veces los conjuga con excelentes resultados en poemas verdaderamente memorables como «Anna, 1967», «Regreso de vacaciones», «Alba de filósofo», «Ulises en aguas de Ítaca», «Tarde de lluvia», «Poética», «Mujer de primavera», «Al lector», «De pronto está claro», «Madre e hija», «Recordar el Besós», «Grieta», «El tiempo pasado», «Principios y finales», «Pequeña escuela de suburbio», «Claroscuro en el metro», «Sueño de una noche de verano», «Aventura doméstica», «Torso de Apolo arcaico», «Tchaikovsky», «La libertad», «Astápovo», «Museo de Empúries», «Ciudad de ayer», «En el ábum», «Fulgores», «Los discos y la muerte», «La educación sentimental», «Estación de Francia», «Reconciliaciones», «Ventana iluminada», «El mar», «La profesora de alemán», «Invierno del 95», «Última lección», «Fantasmas de alambrada», y tantos otros que, por limitaciones de espacio, es imposible mencionar aquí, como los dedicados a sus maestros Bartomeu Grimalt y Coderch de Sentmenat.

Despiadada reflexión

Se equivocará quien no advierta la exigencia formal y moral que hay en los cimientos de toda esta construcción en la que alienta el «silencio / de la palabra escrita», las «muertes que han sucedidodentro de nosotros» y el arquitectónico rigor que delinea el mapa por el que discurren «todos los caminos del poema».

Propercio y Quevedo habrían podido firmar algún verso de Joan Margarit

Como todos los poetas que de verdad lo son, Margarit no tiene temas sino obsesiones que son, más que los rasgos de su estilo, lo que le confiere climática unidad y que produce en el lector una hospitalaria sensación de amparo. No me refiero sólo a sus versos de ámbito doméstico, íntimo y familiar, en cuyo tratamiento lírico ha ido más lejos que nadie, sino a esas continuas inmersiones en Homero, los personajes de la Ilíada, los intérpretes de jazz, determinadas áreas de la música y del cine de posguerra, espacios y paisajes de la Cataluña urbana y rural, la isla del tesoro a la que nunca ha renunciado, los viajes en barco y en tren, las ciudades y los hospitales que constituyen su materia prima, que él somete a una honesta y despiadada reflexión, visible en sus perfectos versos gnómicos («La ironía es el sentido común de la derrota»), en los que consigue que las palabras no coincidan con el «infierno de su significado».

Sería un error reducir a este poeta a uno de sus códigos, porque tiene muchos y a veces los emplea juntos y a la par. Como lector prefiero al Margarit breve, contenido e intenso, que ha ido desprendiéndose del lastre de la anécdota hasta convertirse en uno de los grandes poetas del amor: Propercio y Quevedo habrían podido firmar el último verso de «De pronto está claro». De pocos poetas actuales puede decirse más.

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