La historia del primer condenado a muerte salvado por la prueba del ADN

El documental «Ocho años, diez meses y diecinueve días» relata cómo Kirk Bloodsworth logró liberarse de su injusta condena y, además, que Maryland suprimiera la pena capital

Washington Actualizado: Guardar
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«¡Blam, blam, blam!». El violento golpeo de la puerta proclamaba algo malo, pero no el mundo que se le vino encima a Kirk Bloodsworth cuando el oficial de la Policía de Baltimore le leyó sus derechos como detenido por la violación y el asesinato de Dawn Hamilton. Y ni siquiera esa noche fue consciente de lo que le esperaba. Ni sus rebeldes 23 años le alejaban del sistema como para pensar que alguien inocente como él, sin antecedentes penales, podía ser castigado por algo tan terrible y ajeno a su imaginación. Las evidencias le acabarían descartando.

Las televisiones y los periódicos habían hecho tristemente célebre a la pequeña desde el hallazgo de su mancillado cadáver en un bosque lejano. La presión sobre las autoridades crecía sin freno.

Hasta que la Policía encontró a su víctima para calmar las ansias. Una llamada de una vecina, un retrato-robot apenas coincidente con su imagen y una identificación ocular inexplicable dieron con sus huesos en la cárcel. Todo se derrumbó cuando la incompetencia de su abogado y un viciado sistema que exigía culpables le dejaron a las puertas del patíbulo aquel aciago marzo de 1985 en que ingresó en la penitenciaría estatal de Maryland. A punto de iniciar su purgatorio, Kirk distaba una eternidad de saber que acabaría derrotando a la muerte. Y dos veces.

Se ayuda de un cigarrillo humeante para remarcar su drama. Su voz es queda pero acentúa cada letra: «Ocho años, diez meses y diecinueve días». En un ambiente íntimo resaltado con su silueta sobre fondo negro, Kirk mira a la cámara como si pidiera explicaciones a quienes le contemplan. O a sí mismo. O a quién sabe quién… Su relato en primera persona conduce el documental que acaba de concluir el joven director norteamericano Gregory Bayne y que ambos presentan en una sala de la Universidad Católica de América en Washington. «Bloodsworth, un hombre inocente» no es un largometraje cualquiera. Es el testimonio de una persona acusada, condenada y absuelta «in extremis», que se ha convertido en activista por una causa con la que pretende borrar la fría celda de seis metros cuadrados que le aprisionó a la espera de su ejecución.

Una prueba de ADN

Es la palabra herida del primer exonerado de la pena capital en Estados Unidos gracias a una prueba de ADN, a la que accedió en una mezcla de fe, tenacidad y casualidad, desde que leyó en un periódico sobre la demostrada inocencia de un recluso británico por la vía química. También a él la vida le volvería a sonreír, después de que el mismo abogado limpiara su mala conciencia pagando el coste de la prueba. Pero Kirk ha cambiado. Ya no pide justicia para él, sino «para que nadie más tenga que pasar lo que yo he pasado, lo peor que le puede pasar a una persona: perder su dignidad». Le refuerza el recuerdo de su madre, aunque muriera cinco meses antes de la liberación que siempre esperó.

El relato de la monumental injusticia halla contrapunto en el nuevo Kirk, el luchador al que contemplamos en charlas y reuniones por todo el país en su lucha abierta contra un sistema que todavía ejecuta a inocentes. Y también a culpables. Porque Kirk combate por la supresión de la pena capital. Sin condiciones. Él no ve justicia en una ejecución. Ni se conforma con haberse vengado por segunda vez de la muerte. Fue un día de 2013. Aquella mañana, cuando el gobernador de Maryland, Martin O’Malley, hoy aspirante demócrata a la presidencia de Estados Unidos, anunció que la cámara de representantes del Estado acababa de aprobar la supresión de la pena capital, no pudo evitar un grito al aire con los brazos levantados. Además de la indudable consecuencia de una chapuza policial, judicial y penitenciaria, fue una recompensa a su intensa campaña. Con ayuda de sus amigos, activistas como él. Los mismos que han ayudado a costear la película mediante el pujante sistema del crowdfunding (microfinanciación a través de las redes sociales).

Documental-denuncia

Asumiendo que se trata de un documental-denuncia, el director, Gregory Bayne, explica a este periódico que ha intentado «relatar la historia de una persona capturada por un sistema», aunque su mayor reto han sido «los saltos en el tiempo». Para ello se ha valido de un efectivo recurso de fechas que va presentando cada pequeño tramo de la película. El documental no se ha abstraído del final feliz, real como la misma vida. El condenado vuelve al lugar de la injusticia. Aferrado a los barrotes de su celda, llora de rabia y de alegría, y piensa. En nada y en todo. Y reconstruye sus pasos. Y grita el mismo «¡Fenomenal!» con el que respondió al «¿Cómo te sientes?» de los periodistas a las puertas de la libertad.

Queda la sorpresa. En este drama lleno de paradojas, Kirk nos la termina contando. El verdadero asesino, Kimberly Shay Ruffner, un delincuente con un amplio historial de ataques sexuales, convivió con él en la cárcel durante años. Habitaba una celda del piso de abajo. Esta vez el sistema ha funcionado, aunque tarde. Diez años después de su liberación, un cruce de información policial termina delatando al verdadero asesino. La confesión de Kirk estremece. «Nunca dijo una palabra ni me preguntó por qué estaba en prisión. Pero, mirando hacia atrás, recuerdo que no me miraba a los ojos». Podía haber sido ejecutado, pero fue condenado a cadena perpetua. Todos contentos, incluido él.

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