Un hombre admira «El Descendimiento», de Van der Weyden, en el Prado
Un hombre admira «El Descendimiento», de Van der Weyden, en el Prado - REUTERS

Patrimonio Nacional impide que el Prado prorrogue un mes la muestra de Van der Weyden

La guerra por cuatro obras maestras sigue enconando las relaciones entre ambas instituciones

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Se le atribuye a Azaña esta sentencia: «El Museo del Prado es lo más importante para España, más que la Monarquía y la República juntas». Fuera él o no su autor, no pierde un ápice la verdad que encierra. No sólo es la gran pinacoteca española y una de las mejores internacionales, sino el gran abanderado cultural de la Marca España en el mundo. Prueba de ello es el pacto de Estado que, desde hace años, blinda al Prado de los vaivenes políticos. Esto es: el funcionamiento de la pinacoteca queda al margen de los resultados de las urnas y de quién gobierne el país. Pero, visto lo visto, el blindaje ha resultado escaso, pues no se preveía otro tipo de vaivenes, más peligrosos, si cabe, que los políticos.

Por incomprensible que parezca, sería necesario un nuevo pacto «de no agresión». El Prado, como la música, según Alejandro Sanz, «no se toca». Sólo se mira.

Se nutre de unas 3.000 obras de las colecciones reales (hemos tenido Monarcas que fueron grandes coleccionistas y mecenas, como Felipe II y Felipe IV), amén de los fondos de conventos e iglesias desamortizados que pasaron del Museo de la Trinidad al Prado; donaciones, compras, depósitos... Entre estos últimos, cuatro obras maestras de Patrimonio Nacional que, desde los años 30, forman parte del «núcleo duro» del Prado: piezas imprescindibles en su discurso expositivo que cualquier turoperador que se precie incluiría en la visita, por muy breve que fuera, de las hordas turísticas que invaden los museos de todo el mundo. Si uno va al Prado, aunque no sea por tres horas, como hizo Eugenio d’Ors, seguramente no se perdería «El Descendimiento», de Van der Weyden; «El Jardín de las Delicias» y la «Mesa de los pecados capitales», ambas del Bosco, y «El Lavatorio», de Tintoretto. Igual que quien pisa el Louvre no se marcha sin ver, aunque sea de refilón, entre miles de cabezas y cámaras de fotos, «La Gioconda», «La Venus de Milo» o «La Victoria de Samotracia».

Depósito temporal, pero indefinido

Aquellas cuatro obras pertenecen al corazón mismo del Prado y adquieren todo su sentido entre sus colecciones. Así es desde 1936, cuando tres de ellas llegaron al museo por orden de la Junta de Incautación, Protección y Conservación del Tesoro Artístico. Tres años antes, el 14 de enero de 1933, ya ingresó en la pinacoteca «El Jardín de las Delicias», por expreso deseo de Azaña. Tras el «exilio» forzoso a causa de la guerra, en 1943 la presidencia del Gobierno firmó un Decreto por el cual se resolvía la naturaleza jurídica de las cuatro obras: quedaban en depósito temporal, pero indefinido, en el Prado. Se trata de un depósito necesario, no voluntario. Dicho Decreto nunca fue derogado y, por tanto, sigue en vigor. Durante casi 80 años, el museo ha cuidado con mimo de estas obras maestras, las ha estudiado a fondo, conservado, restaurado y organizado exposiciones en torno a ellas, quedando fijadas en los catálogos de sus fondos.

Con la aprobación de la Ley de 1982 y el Real Decreto de 1987 que regulan el ente público Patrimonio Nacional, quedó establecido un trámite burocrático: el depósito de las cuatro obras citadas en el Prado debía renovarse cada dos años. Y así ha sido hasta febrero de 2012. Pero con la llegada de José Rodríguez-Spiteri al frente de Patrimonio Nacional la cosa cambió. Quería recuperar estos iconos para el Museo de Colecciones Reales, que está previsto que abra sus puertas en 2016. Desde entonces, han sido arduas las negociaciones, a dos bandas. La última, hace solo unos días. Los interlocutores, altos cargos de Presidencia y del Ministerio de Educación y Cultura, no siempre los mismos. Pero las distancias en las posturas del Prado y Patrimonio Nacional parecen insalvables: el primero quiere que conste por escrito que las obras estarán siempre en sus salas. El segundo aceptaría que rotasen temporalmente, algo a lo que el Prado se opone rotundamente. El cruce de propuestas y contrapropuestas resulta inútil. O las obras quedan en un sitio o en otro. El balón, en el tejado del Gobierno, que no ha sabido jugar las cartas de este partido.

Arma arrojadiza

Mientras tanto, y ante la pasividad estatal, Patrimonio Nacional ha utilizado este asunto como arma arrojadiza contra el Prado, negando a éste préstamos para exposiciones: dejó descabezada la muestra de Bernini, prestó un Greco «in extremis», y ahora no permite que «El Calvario», de Van der Weyden, restaurado en los talleres del Prado, prolongue su estancia en el museo un mes más. Los museos internacionales sí habían aceptado ampliar los préstamos para que la exposición se prorrogase.

Avalado por hasta cuatro dictámenes jurídicos, el Prado ha enviado informes al Gobierno en los que habla de desmantelamiento, desamortización, desguace, expolio, atentando contra el museo, desgarro de sus colecciones... Sería, dicen, «desvestir a un santo (el Prado) para vestir a otro (el Museo de Colecciones Reales)». Se produciría una avalancha de reclamaciones, se abriría una puerta giratoria que facilitaría la salida de obras en todas las instituciones del país, empezando por el Reina Sofía y su «Guernica». Un caos. El Louvre exhibe obras que pertenecen a los Reales Sitios franceses y ¡ay quien se atreva a pedir que «La Gioconda» regrese al castillo de Fontainebleau!; los Uffizi exponen obras de iglesias y palacios florentinos... ¿Por qué en España tenemos que dar la nota?

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