Rodrigo Cortés

Vangelis. Al hombre desconocido

El cineasta y escritor Rodrigo Cortés rinde homenaje al músico desaparecido, un pionero para el que la «electrónica fue siempre acústica»

Imagen de 'Blade Runner', una de las más célebres bandas sonoras de Vangelis
Rodrigo Cortés

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¿Qué decir de quien se ha dicho todo y se sabe tan poco, del hombre desconocido que diera nombre a aquel tema inmortal de «Spiral», del músico delicado que exprimió cada instrumento a su manera, a su propio modo, porque él era el instrumento? Vangelis Papathanassíou no fue un músico electrónico, fue simplemente un músico, un artista verdadero que buscaba el modo de acortar más y más la distancia entre su corazón (su cerebro) y el mundo. No imaginemos aún un campo de batalla digital: el digital aún no había nacido. En su estudio Nemo, en Londres (Épsilon más tarde, en París ya), Vangelis inventaba un nuevo modo de grabar para el que la tecnología era sólo un puente, o el descansillo. Improvisaba cada vez, dejándose llevar por un lenguaje que está más allá de la razón porque sólo obedece a los sentidos, ensanchando luego cada tema —de forma rigurosamente analógica— con sonoridades nunca oídas.

Abordaba las bandas sonoras en las que trabajó con la misma técnica, la de la inspiración directa: dejaba que las imágenes guiaran sus dedos y de ellas nacía la música, sin más reflexión ni plan que los de su instinto sabio. Todo eran obstáculos para él entre su creatividad y el exterior, todos intermediarios que salvar; quería que de sus yemas naciera la música final, la acabada, la definitiva, en todos su matices y expresiones, con todos sus colores, de cero a cien, en tiempo real. Acabó trabajando con una estación Kronos diseñada para él y un semicírculo de diecinueve pedales ante sus zapatones de organista, rodeado de teclados que le permitían tocar todo —a la vez— en riguroso directo, sin necesidad de retocar, sin necesidad de corregir ni revisitar nada: así nació su álbum «Direct» (¿cabe título más elocuente?): cincuenta y siete minutos de grifo abierto con sus mil melodías, bases armónicas, texturas, ritmos. Así grababa cada día sin necesidad de publicar, sólo para sus musas —si es que las necesitó— y los cristales traslúcidos, que lo unían y separaban del mundo, de su estudio invernadero.

Es difícil describir cómo tocaba. Usaba —¿cómo explicarlo?— su muro de pedales para activar efectos, conmutar instrumentos, alternar colores y frecuencias, disparar ritmos; giraba con sus dedos gordos mil y una ruedecitas con rostro sereno, sin dejar de tocar nunca, coloreando con la mano izquierda lo que la derecha inventaba; dividía el teclado en sectores distintos, con diferente uso y sonido, y los usaba para invocar, sin aparente esfuerzo, percusiones, colchones armónicos, coros celestiales (o infernales) o las más delicadas melodías, todo ante la pasmada mirada de quien fuera tan afortunado como para estar en el sitio exacto en el momento justo. Nadie llegó más lejos en un estilo y expresión. Nunca. Si la música electrónica es a menudo (no siempre) el terreno de los sonidos flamantes y las resonancias cool, el del espectáculo visual y sonoro, la de Vangelis (que también se rodeó de luces que no parecía, sin embargo, ver del todo) es el de la sensibilidad infinita, infantil casi , el de la sensorialidad innegociable, la que no sabe diferenciar entre instrumentos ni entre noblezas ni técnicas, sólo entre sonidos y gamas, que eran para él el modo de bautizar las emociones.

La electrónica fue siempre acústica en sus manos. Escribo estas líneas con profundo agradecimiento.

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