Haciendo amigos

Yo también he aprendido a odiar el imperialismo norteamericano

«Todas las áreas de la llamada guerra cultural que copa hoy las discusiones fueron ya previamente discutidas, puertas adentro, en los Estados Unidos en las décadas de los ochenta y los noventa»

Rodrigo Blanco Calderón

Rodrigo Blanco Calderón

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En 2012 me invitaron a la feria del libro de Santiago de Chile. Me tocó una mesa sobre «violencia y literatura», una relación tan natural, tratándose de América Latina, como la de Shakespeare y el período isabelino. Al final de aquella conversación el moderador nos pidió que habláramos de la experiencia de nuestros países con los Estados Unidos. Por el gesto con que acompañó sus palabras, daba por sentado que esta debía ser obligatoriamente traumática. El mexicano Antonio Ortuño y el colombiano Santiago Gamboa pudieron abonar, con argumentos, algunas páginas al ya abultado expediente del país del norte. Yo, sin embargo, tenía poco o nada que decir al respecto. Venezuela, en general, había tenido una relación cordial con los Estados Unidos. Y, quizás por la influencia de la industria petrolera, lo cierto es que los venezolanos del siglo XX heredamos ese modus vivendi americano que idolatra el consumo, la modernidad y la superficialidad. Si para los Estados Unidos la América Latina era su patio trasero, para los venezolanos de los años setenta y principios de los ochenta, que viajaban con frecuencia a Miami a hacer sus compras, Estados Unidos era su mall preferido.

Todo esto es muy poco heroico, lo sé, pero este modelo pragmático de vida y gobierno nos permitió, en cambio, ser durante cuatro décadas una de las pocas democracias estables en la región y un refugio para miles de inmigrantes de las dictaduras circundantes y de ultramar. En el área cultural, la democracia venezolana supo también acoger a sus desplazados internos: esa intelectualidad de izquierda que, al abandonar la lucha armada, encontró un lugar en las universidades, ministerios, revistas, museos y diversas instituciones culturales. Espacios que fueron fundamentales para la discusión y difusión de todo tipo de ideas y acontecimientos, incluidos la revolución cubana y el boom de la novela latinoamericana.

La llegada de Hugo Chávez al poder trastocó no solo las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos sino, incluso, su memoria. A partir de 1999, la retórica revolucionaria comenzó a implantar falsos recuerdos gracias a los cuales al fin pudimos sumarnos al coro plañidero de las víctimas del intervencionismo gringo.

«El imperialismo americano es hoy más difícil de identificar pero no por ello está menos presente ni es menos nocivo. Me refiero a la corrección política, el lenguaje inclusivo, el movimiento feminista y un largo etcétera»

La idea de los Estados Unidos como causante de todos los males del mundo funciona a su vez como un pararrayos que protege a tiranías como Irán, China o Rusia de ser juzgadas con idéntico rigor. Durante los recientes conflictos en Venezuela, los intelectuales del primer mundo parecían más preocupados por una supuesta invasión norteamericana que por los cientos de estudiantes masacrados por la dictadura chavista. La posibilidad de esta intervención militar era algo más concreto que, por ejemplo, el buque armado que el gobierno chino ancló en nuestras costas en septiembre de 2018 para un supuesto operativo hospitalario que nunca se realizó. O que la llegada de efectivos militares rusos que en 2019 fueron a inspeccionar las baterías antiaéreas que tienen instaladas en varios estados de Venezuela. Nada de esto ha provocado indignación entre los intelectuales comprometidos biempensantes de Europa y Estados Unidos.

De modo que soy el primer sorprendido al comprobar que, a mi manera y con el paso del tiempo, yo también he aprendido a odiar el imperialismo norteamericano . Un imperialismo que en esta época de paz es más difícil de identificar pero no por ello está menos presente ni es menos nocivo. Me refiero a los principales debates culturales que se están dando hoy en el mundo, cuyo sello de fábrica es made in USA: la corrección política, el lenguaje inclusivo, el movimiento feminista y el #MeToo, el movimiento antirracista y el #BlackLivesMatter, la cultura de la cancelación, las reivindicaciones identitarias, la nueva episteme educativa en la que el alumno siempre tiene la razón y un largo etcétera.

Todas las áreas de la llamada guerra cultural que copa hoy las discusiones fueron ya previamente discutidas, puertas adentro, en los Estados Unidos en las décadas de los ochenta y los noventa. Así lo refleja un libro crucial de esos años: 'La cultura de la queja. Trifulcas norteamericanas', de Robert Hughes. Publicado en 1993, el volumen recoge un ciclo de conferencias pronunciadas por el crítico de origen australiano en la Biblioteca Pública de Nueva York en enero 1992. Allí, Hughes atacaba el conglomerado de susceptibilidades autoritarias de « lo políticamente correcto ». Lo interesante es el subtítulo de la obra, que refleja uno de los puntos débiles de su reflexión: la creencia de que la cultura de la queja era un dilema interno de la sociedad estadounidense. Un fenómeno pasajero.

Las primeras décadas del siglo XXI no solo han demostrado la equivocación del pronóstico de Hughes sino que han aportado, a través de las redes sociales, el soporte tecnológico perfecto para la expansión del imperio mental que nos domina y que ha transformado Occidente en un descomunal grupo de WhatsApp donde Estados Unidos, en medio de gif, memes y fakenews, discute consigo mismo.

A diferencia del Borges de Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius, que se desentiende del nuevo universo traduciendo a Thomas Browne, yo dedico cada vez más tiempo a leer libros de historia de los Estados Unidos, ensayos sobre Cromwell y los puritanos, novelas feministas de ciencia ficción, estudios sobre el antisemitismo de los negros, ensayos sobre algoritmos y vigilancia cibernética. Y debo decir que al fin estoy empezando a entender algo de la locura de nuestro tiempo . Sin embargo, me queda el amargor o la nostalgia o la rabia de no saber qué tesoros hallaría si me pusiera a indagar en los problemas que realmente me conciernen. En el caso de que supiera, por supuesto, cuáles son esos problemas.

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