Karina Sainz Borgo - La barbitúrica de la semana

Legar basura

Dejar en herencia algo que no tiene valor para quien lo recibe ha de ser la forma definitiva y certera de la muerte: desvelos y deseos de antaño que no significan nada para quien los acoge.

Un vertedero repleto de libros, en Madrid. ABC
Karina Sainz Borgo

Karina Sainz Borgo

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Este domingo de Ramos, algo se deshilacha en el barrio de Ventas. Quizá sean las ramas bendecidas de olivos apiladas bajo el sol a las puertas de la parroquia; quizás la plaza de toros, que se despereza, jurásica, tras una larga pesadilla de peste y contagio e, incluso, por qué no, el recuerdo de alguien cuyos hijos o nietos, afanados en el duelo, han arrojado a la basura la biblioteca entera de quien alguna vez habitó el mundo.

Entre Alejandro González y la Plaza de los Olivos, un contendor exhibe mapas, fotografías y apuntes; colecciones enteras de teatro y p oesía de Espasa Calpe y más de treinta volúmenes del Cossío . Ultrajados por los curiosos, los cartoneros y los encontradizos, aquellos libros invitan al duelo. Desechos sobre acera, se pregunta quien mira, cuánta espera y alegría hubo en cada uno de esos volúmenes, coleccionados a pulso, semana tras semana.

Legar algo que no tiene valor para quien lo hereda ha de ser la forma definitiva y certera de la muerte: aquello que valió desvelos y deseos antaño y no significa nada para quien lo recibe hoy. Hay despropósito y tragedia en esa constatación de arrojar a la basura a lo que a unos costó una vida entera. Irse a la tumba olvidado por los propios ha de ser bastante peor que dar tumbos en un mundo que nunca será propio.

A los volúmenes del Cossío y la poesía de Espasa Calpe de ese lector anónimo le pasa lo que a la democracia, o al menos a esa idea común de concordia: jalonada por el tiempo, imperfecta y vapuleada por sus propias grietas, no tiene quien la revise, la relea y la organice, acaso porque resulte más práctico barrer el polvo, tirar lo envejecido e imperfecto y hacerse con unas estanterías nuevas con instrucciones para armar.

Borrar todo cuanto nos incomode, incluyendo estatuas y desenlaces, tranquiliza a quien se deshace de lo heredado. Según qué tiempos, conviene lo desechable, lo que no ocupa espacio, lo que no engorda, lo que no mata ni fortalece. La vida es ese contenedor iluminado por el sol de la tercera primavera tras el año del contagio . Conviene volver a la vida sin demasiadas complicaciones, incluida esa biblioteca que a nadie importa y, desplumada entre colillas y gargajos, atestigua un tiempo extinto.

Bajo el sol dominical, ante un plato de mejillones y una cerveza, converso con Carlos, que me habla de sus recuerdos sobre la España de la que salió, en dirección a Burdeos, en 1938, y de ahí al Caribe. Allá, al otro lado del mar, se hizo abogado, esposo y padre. No quiso saber nada de la tierra de sus padres, acaso porque ellos tampoco inculcaron en él ninguna añoranza. Pero el tiempo, caprichoso, quiso que Carlos regresara en los años setenta del siglo XX, de paso en un viaje a Lourdes.

De aquel viaje remoto, Carlos no trajo ninguna respuesta sobre la enfermedad de su primer hijo, que creció y envejeció como él en una ciudad del Caribe. Pasaron los años. España iba por un lado y él por otro. Pero el tiempo, que es cruel y caprichoso a partes iguales, quiso que Carlos pasara su vejez en la tierra a la que sus padres nunca quisieron regresar y que sus hijos eligieron para escapar de la pesadilla de lo propio. Habla Carlos de estas cosas, con su cerveza, bajo el sol tibio del aperitivo. Contesta a preguntas que sin ser suyas, lo son.

—¿Qué recuerdo guardas de la España de los 70?

—Había poca gente. Y orden, mucho orden.

—¿Cuál es el recuerdo de esa España a la que volviste, 40 años después, en 2005?

—Todos querían divertirse.

—¿Qué ha cambiado de esa España a la de hoy?

—La tranquilidad que había antes se está diluyendo. Hay mucho buenismo, pero la gente no para de discutir.

Para volver a casa de Carlos, es preciso recorrer la calle Alejandro González y desembocar en la rotonda de la América Española. Ahí, en la esquina, continúa el contenedor de libros abandonados. Ya no hay tantos como hace unas horas. Cualquiera diría que, en ese tiempo, su aspecto es menos digno y honroso: un cuerpo sin vida cuyas vísceras los viandantes jurungan, a su antojo. Ante el vertedero, se desprenden verdades irrevocables; libros desguazados y repudiados. Son las dos de la tarde, y una sensación de basura recorre el ánimo festivo de la tercera primavera tras el año del contagio.

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