¿Amenazan el Big Data y los fans la libertad de los autores?

El final de «Juego de tronos» pone sobre la mesa el debate de cómo la producción masiva de las plataformas pensando solo en el usuario estrecha los límites del creador

Fernando Muñoz

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Se acabó «Juego de tronos» (no el mundo) y más de un millón y medio de fans ya han firmado una petición para que cambien el final de la serie. Cada uno con su particular enfado, pero todos unidos bajo un único mantra: «No era el desenlace que se merecía». Es decir, que no había colmado sus expectativas, que no les había dejado satisfechos. El fenómeno no es nuevo. En 2010 ocurrió algo parecido con el último episodio de «Perdidos». También con el estreno de «La amenaza fantasma» (1999), donde a algunos fanáticos les faltó pedir la cabeza de George Lucas por «cargarse» Star Wars, la saga que él mismo había iniciado en 1977. Y más atrás. En 1893, Conan Doyle tiró a Sherlock Holmes por una cascada con la intención de matarlo, según dejó escrito en sus diarios. Los lectores anularon masivamente las suscripciones a la revista «The Strand Magazine», y algunos incluso le amenazaron vía postal. Instigado por sus editores y consciente de los posibles beneficios económicos, el escritor terminó resucitándolo. No, no es nuevo, pero quizás hoy la presión del público y la necesidad de satisfacerlo es mayor que nunca. Quizás ya exista el anillo único de poder.

«Los fans siempre han sido hiperactivos, para bien o para mal. Pero por primera vez tienen altavoces para amplificar sus opiniones: las redes sociales», explica Jorge Carrión, escritor y crítico cultural. Así, las audiencias enfadadas hacen más ruido que nunca, aunque no siempre sean mayoritarias. Y su mensaje va calando: se hacen películas como «Star Wars: El despertar de la fuerza», que parece diseñada para todos aquellos que rechazaron a Lucas en el 99. Pero no solo eso. En la era del Big Data, las plataformas de streaming conocen al dedillo los gustos de sus clientes: saben cuándo alguien deja de ver una serie o qué es lo que quieren ver el domingo, o después de trabajar, y a partir de ahí diseñan el menú personal que ofrecen a cada usuario. «Cuando Netflix se planteó gastar tanto dinero en su producción propia una de las primeras cosas que le preocupó fue: «¿Cómo repartimos nuestros originales de manera que todo el mundo esté servido y contento? Al final del día de lo que se trata es que la gente disfrute de la plataforma y continúe pagando», explicaba a este periódico un antiguo analista de datos de la compañía.

Una imagen de «Star Wars: El despertar de la fuerza»

Detrás del algoritmo se esconde la fórmula con la que contentar a todos. Ninguna plataforma. y menos con la competencia feroz actual, puede plantearse la opción de no satisfacer a un cliente. Nacen así series y películas que piensan antes en el espectador que en lo que el creador quiere contar, lo que debería ser el fin del artista. «Ya no se crean películas como objetos audiovisuales, sino como contenido. El espectador pasa a ser consumidor de ese contenido», explica el periodista Pedro Torrijos. Ya era así antes del Big Data. Hollywood lleva toda la vida funcionando como una fábrica de sueños y de dinero. Unos sueños a la medida del público, que suspira ante lo que le devuelve la pantalla, casi siempre un mundo ajustado a sus fantasías. «El cine estadounidense siempre ha tenido ciertas medidas de control, pases previos al estreno que han cambiado el montaje de una película para ajustarlo mejor a los gustos del público», analiza la profesora Cristina Manzano Espinosa, directora del grupo complutense de estudios cinematográficos. «Nadie tiene la fórmula definitiva del éxito, pero hay cosas que no son casualidad: el objetivo único del cine comercial es satisfacer a su público», sentencia.

Espectador o consumidor

Una idea que recoge Torrijos: «Ningún productor se arriesga a que haya polémica en torno a su película si se ha gastado en hacerla 300 millones. Con esa inversión tienes que apelar a un mínimo común denominador. Si quieres que te vaya a ver mucha gente tienes que apelar a algo que los unifique», desgrana, y recuerda la novela de Ray Bradbury «Fahrenheit 451»: «Cuando intentas contentar a todos, lo que haces es rebajar cada vez más el mínimo. Y esto empobrece al espectador porque cada vez hay más masa que no quiere que se le sorprenda, quiere que se le satisfaga».

La impresión es que la oferta es más amplia que nunca. Lo que no está en la cartelera o en las librerías puede encontrarse en internet, ese gran pozo sin fondo que, en teoría, iba a hacernos más libres. Sin embargo, a medida que la Red ha ido creciendo han proliferado, también, las voces críticas que han visto cómo esa tecnología nos dirige y condiciona. «La libertad no consiste en elegir lo que se quiere, sino en saber por qué se quiere lo que se elige», asevera Gabriel Albiac, catedrático de filosofía y columnista de ABC. Para él, nuestros gustos ya están, de algún modo, predeterminados a través del uso inteligente de los grandes bancos de datos de las todavía más grandes compañías que los poseen, que además diseñan sus productos según las preferencias de la mayoría, con lo cual el éxito está casi asegurado. «Las plataformas están definiendo nuestros gustos. Creemos que somos nosotros los que dictamos qué ver y qué no ver y es al contrario. Son las plataformas las que crean el fenómeno fan. Ante un atisbo de éxito, reproducen y producen lo mismo», apostilla Arantxa Echevarría, ganadora del Goya a mejor dirección novel en 2018.

«En los tiempos del Big Data encontramos más productos audiovisuales de diseño, de laboratorio, con más opciones de contentar a la audiencia. Sin embargo, el ser humano no es pura aritmética y siempre habrá retazos insondables, impenetrables, que solo los grandes creadores logran esbozar. Las grandes obras audiovisuales, las que emocionan y perduran, son obras de autor», subraya María del Mar Grandío, profesora de la Universidad de Murcia y experta en audiencias y en el fenómeno fan. En la industria editorial esa dinámica también existe. Después de que Dan Brown triunfara con «El código Da Vinci», todos los sellos se lanzaron a buscar autores que repitieran esa fórmula. Y lo mismo con la novela negra sueca, por poner dos ejemplos. Sin embargo, los éxitos que han marcado épocas nunca han sido meras copias. Ahí está, para el caso, Harry Potter, una de las sorpresas más rentables de la historia. «Los best seller siempre son inesperados. Siempre llenan un nicho que nadie había sabido detectar. El mainstream sigue siendo un misterio», sostiene Carrión.

El lugar del creador

Detrás del algoritmo, la presión de los fan y el negocio de productores y plataformas se asoma la figura del creador. La única imprescindible y, al tiempo, la más ignorada. «Los que dictan los “encargos” a la luz de los resultados de sus proyectos previos estrechan las posibilidades de intentar la investigación de otros lenguajes y otras narrativas, que al fin y al cabo cambian nuestra manera de ver, entender y vivir el mundo», cuenta la directora Paula Ortiz, nominada al Goya por «La novia». «Somos las hijas de nuestras narrativas, las de nuestro tiempo. Si se estrechan, también lo hace nuestra mente y nuestra conciencia. Y sí, se empobrece el arte», defiende, muy en la línea de su compañera Arantxa Etxevarría. «El arte tiene que trastocar y transformar, no ser imágenes de consumo rápido para pasar otro día e irse a dormir. Es un error dar al público lo de siempre», remata.

Paula Ortiz conoce, además, otro tipo de presión.La que define como «los guardianes de las esencias», a los que se enfrentó con su personalísima versión libre de «Bodas de sangre», de Lorca. «En España hay un sentido sagrado de nuestro patrimonio cultural que a veces lo ahoga en lugar de darle alas, cuando precisamente los clásicos están para ser faro y, en cada vuelta de luz, dar una lectura diferente. Eso les da su identidad de clásicos». Por fortuna, se liberó de esas cadenas para dar forma a «La novia». «La imaginación tiene que expandirse, guardar las esencias es solo una de esas miles de posibilidades, si solo nos dedicamos a ella... ¡cuántas cosas maravillosas nos perderíamos!».

Lo escribió Neil Gaiman cuando un fan criticó a George R. R. Martin por no terminar los libros de «Juego de tronos»:«George R. R. Martin no es tu puta». O, más elegantemente, en palabras de Oscar Wilde: «La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo».

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