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Y al final, Lampedusa

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Olvidados los dolores rabiosos de las guerras europeas, quizás, siempre conservan nuestras naciones algún rescoldo aciago y pernicioso de insidias y enconos, de venganzas y persecuciones, menos cruentas que en aquel antaño pero ácidas al fin y a la postre. Frustrantes, pues mirar hacia atrás y más aún si se mira con ira, recordando a la comedia de John Osborne, genera una incomodidad inasumible para la fisiología del alma humana. Una tortícolis puntiaguda se apodera de todo nuestro armónico e instintivo deseo de avizorar el porvenir desde un gesto retrógrado sin esperanza de perfeccionamiento. Y un suspiro de dolor conciso, inciso, nos bloquea el anhelo liberador del caminar airoso hacia adelante.

Estos ulcerantes ajusticiamientos de toda reflexión, de todo razonar sosegado y armónico, de toda fantasía bondadosa, nos ha desembarcado en Lampedusa, abruptamente, y así la Europa de las calidades, de las esperanzas de vida longevas, de los despilfarros impropios del equilibrado bienestar, viene a darse cuenta, inopinadamente, que los cadáveres de los eritreos y somalíes, mis muy queridos, tienen muy mala cara. Ninguno de los bañistas lampedusianos los conocieron vivos, pues si así hubiere sido se habrían percatado que la muerte les ha mejorado el semblante. La muerte se apiada de las miradas vacías por la desesperación, obvia el sinsentido gestual del electroencefalograma plano de la crasa incultura, endulza la sinrazón de la absoluta falta de objetivos.

Leyes europeas, ¡benditos los Cielos, no españolas!, penalizan al auxiliante y al auxiliado, negando todo consuelo filantrópico, todo humanitarismo. Estas leyes comunitarias, italianas por más señas, han de prescribir si son tan ilustradas, tan conspicuas, que no se entierra igual a un sunnita que a un copto. Han de saber que ya que no han sido capaces de legislar para defender a la especie humana, a sus neonatos, a sus mujeres, a sus ancianos, deben legislar, al menos, para que se entierren las esperanzas y anhelos confesionales según sus rituales, sus mitos, según las inmaterialidades que nos distinguen de los lúcidos chimpancés. Si Europa no es capaz de entrar en el rito de la muerte y sus legislaciones plásticas, propias y foráneas, nunca jamás será capaz de generar esperanza de redención de los atribulados.