LOS LUGARES MARCADOS

Elogio de los titiriteros

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Lo dije hace unas semanas en este medio y debo repetirlo ahora. Quiero repetirlo ahora. Los artistas (a quienes han llamado en estos días titiriteros, haciendo el gesto de quien escupe sobre esa hermosa palabra) tienen la obligación, como voceros de la sociedad, de hablar en alto, de manifestarse en contra (o a favor) de aquellos asuntos que importan, de quejarse, de rebelarse, de vociferar llegado el caso.

En todas las culturas, recordaba el Premio Nobel de Literatura Derek Walcott en el Festival de Poesía de Granada, el respeto físico a los muertos ha sido un pilar fundamental. A cada muerto le corresponde un lugar, una tierra, un espacio. Su lugar propio. No el que una banda de desalmados le haya obligado a ocupar. No un barranco, un pozo o una hoya abandonados en medio de ninguna parte, donde sus huesos se confundan con los de otros cientos o miles igualmente desventurados. Es el derecho de cada uno. Si no podemos elegir nuestra muerte, al menos que podamos reposar en el sitio que habríamos elegido. En el cementerio de nuestro pueblo, para que vengan a traernos crisantemos en noviembre, o vueltos ceniza voladora sobre los parajes de nuestra preferencia, o compartiendo la tierra con amados y familiares.

Cuando el pasado día 13 de mayo un grupo de titiriteros, entre los que tengo el honor de haberme encontrado, dijimos en voz bien alta los nombres de más de 1.300 hombres y mujeres asesinados y abandonados en el Barranco de Víznar, estábamos cumpliendo un deber ineludible con ellos y con sus familias, pero también reivindicando nuestro propio derecho, y el de cada uno de ustedes, a descansar en paz en la tierra más o menos leve que nos corresponda. Y a que nuestra memoria permanezca viva.