LA ESPERANZA COLECTIVA 20 2

Abogados y juristas en las Cortes de 1812Xxsxsxsxlllsxsxsxsx xsxsxsxsxsxsxsx

DECANO DEL COLEGIO DE ABOGADOS DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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La Carta Magna gaditana, que principia en la isla de San Fernando el 24 de septiembre de 1810, fue un hito en constitucionalismo europeo, no sólo español. Constitucionalistas (juristas) e historiadores (de moderna y contemporánea o de historia del Derecho) han venido publicando sobre la norma fundamental que vio la luz en nuestra ciudad en la primavera de 1812, en promulgación solemne, verdadera fiesta de la libertad.

Gregorio Marañón en su inefable prólogo a la tesis doctoral de nuestro paisano Ramón Solís, 'El Cádiz de Las Cortes', Premio Fastenraht de la Real Academia española, nos cuenta cómo lo que hoy conocemos como opinión pública nace de modo espontáneo en la calle Ancha, y alrededores, cuando los ciudadanos curiosos de lo que pasaba en el hemiciclo, en el Oratorio, comentaban las intervenciones parlamentarias, las réplicas, las dúplicas, los discursos y las ideas novedosas, revolucionarias versus conservadoras, que defendían con pasión los representantes de pueblo.

Unos 60 de ellos eran abogados, 16 catedráticos, casi todos de disciplinas jurídicas, 55 funcionarios públicos, en su gran mayoría vinculados a disciplinas jurídicas, a diversas ramas del Derecho; pero el 'record', como es sabido, lo ostentaron los eclesiásticos que en número de 97 controlaban, o lo pretendían, que no hubiese desmanes o salidas de tonos más allá del Dogma. Muchos de ellos, pro no decir todos, tenían grandes conocimientos de Derecho Canónico, rama jurídica que tanta influencia ha tenido en nuestro Derecho, por ejemplo en el Procesal.

La mano de los juristas, como no podía ser menos en una, a la postre, Norma Jurídica Fundamental, ley de Leyes, se dejaba notar, en La Pepa, liberal y burguesa, que estableció un nuevo modelo de sociedad, que la igualdad y la desaparición de los privilegios, siendo curiosamente una constitución elaborada por una élite profesional e intelectual, con un apoyo popular. Era la Constitución de una nueva casta burguesa que quería sustituir a la casta noble, en donde la meritocracia, el ideal meritocrático tendría que primar sobre los antiguos privilegios, que postulaba una cierta revolución económica, pero que sentó derechos tales como el derecho de defensa, en boca de Lázaro Dou: «nadie debe ser condenado sin ser oído». Además, la libertad de expresión anudada a la de imprenta, el derecho a un proceso justo y dotado de garantías, la igualdad de los hombres, la organización de la jurisdicción, y la separación de poderes, adjudicando al Judicial la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, subrayando la inmovilidad de los Jueces y distinguiendo el ejecutivo y legislativo con toda nitidez. Prácticamente todas las normas de contenido jurisdiccional u organizativo llegaron hasta la Constitución de 1978 (véase el Título VI, 'Del Poder Judicial'). Los ponentes de nuestra vigente Carta Magna, todos excelentes juristas, claro, y uno de ellos un destacado gaditano, José Pedro Pérez-Llorca, sí tenían acreditada experiencia en la vida política, probablemente los constituyentes de Cádiz, siendo también magníficos juristas (jurista es quien lo es, quien se ha formado en una Facultad de Derecho, no quien se lo atribuye porque sí, llegando, incluso, a creérselo), carecían de tal experiencia, que suplían a base de su honda preparación en la Jurisprudencia.

El Colegio de Abogados de Cádiz, fundado en 1790, 20 años antes del inicio de las sesiones parlamentarias, fue testigo de excepción, con tres distintos decanos, 1810-1811 y 1812, y está por escribir -lo dejo, de no haberlo hecho ya, para el profesor García León, que sabe muchísimo del asunto- cuál fue la actitud o las distintas reacciones de los letrados de la época ante un fenómeno jurídico-político como el que a diario se estaba produciendo ante sus mismas narices, y al que asistirían perplejos y expectantes, testigos cualificados del acontecimiento cuya enorme dimensión histórica no podrían, entonces, calibrar, aunque sí entender el lenguaje de los oradores que no debía sonarles extraño.