Don Juan Carlos y Suárez, en una imagen de 1977. / Archivo
PERFIL

Adolfo Suárez, padre de la democracia

Fue un político osado con un enorme instinto, que supo improvisar para construir la Transición

MADRID Actualizado: Guardar
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Adolfo Suárez se ha ido tras un largo silencio en el que vivió sumergido los últimos años. Nos dejó para siempre sin decir adiós porque su mente, su memoria y su espíritu habían huido de su cuerpo mucho antes, por culpa de una enfermedad cerebral. Desgraciadamente, la magnitud de su figura política y su valía personal se agigantó a medida que la memoria le dejaba, sin permitirle disfrutar de las mieles de la gloria y el indiscutible reconocimiento que ahora se rinde a su obra, tanto en España como en el extranjero, donde ha sido tomada como referencia para transitar de una dictadura a un régimen de libertades.

Que se sepa, Suárez no dejó obra escrita ni contamos con documentos personales de su biografía como no sea el prólogo del libro de su hija. Sin embargo, disponemos del mejor compendio de su trabajo, que él mismo pronunció ante las cámaras. Fue al atardecer del 29 de enero de 1981 cuando el presidente Suárez se asomó a las pantallas de televisión de los españoles para comunicar su inesperado adiós, tras poco más de cuatro años en el poder. Era el balance personal de su trayectoria, del sentido histórico que siempre imprimió a su gestión política y que, en aquellas fechas, muy pocos supieron valorar.

"Mi desgaste personal -constató en la hora de su renuncia- ha permitido articular un sistema de libertades, un nuevo modelo de convivencia social y un nuevo modelo de Estado. Creo, por tanto, que ha merecido la pena. Pero, como frecuentemente ocurre en la historia, la continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España".

Y lo consiguió. Más de 30 años después y, gracias a su labor, España disfruta de la democracia más longeva de su Historia. Genio y figura, Adolfo Suárez, dejó el poder con idéntico acierto y coraje con el que vivió la política desde muy joven. Hijo del franquismo, abogado de provincias y muy pronto alto cargo del régimen, era ministro secretario general del Movimiento cuando fue elegido por el Rey para pilotar la Transición.

Tremendamente osado y dispuesto a todo en cada momento, aspiró siempre a lo más alto y no encontró nunca una escalada política o social inalcanzable para él. Nacido en Cebreros (Ávila) en el seno de una familia numerosa de clase media, se vio obligado muy pronto a ejercer de padre en ausencia del cabeza de familia, que los abandonó para trasladarse a Madrid. Obtuvo unos resultados escolares discretos en el bachillerato pero consiguió acabar la carrera de Derecho e iniciar muy pronto una trayectoria política exitosa desde la secretaría del Gobierno Civil abulense.

Moverse con destreza

Demostró que sabía moverse con destreza por los recovecos del régimen para pasar de ser un segundón a convertirse en gobernador civil de Segovia y rondar cierto tiempo por distintas instancias del gobierno de Madrid hasta llegar a ocupar el Ministerio del Movimiento. A medida que subía en la jerarquía franquista, sus conmilitones le veían como un simpático arribista, sin la suficiente cultura o currículo académico para considerarlo uno de los suyos. Por su parte, el joven Suárez tenía muy presente su déficit académico y su condición de desclasado aunque nunca se arredró por ello.

De su madre gallega heredó la tolerancia y una habilidad sorprendente para adaptarse a cualquier circunstancia. Así fue cómo consiguió contentar a todos en los difíciles momentos del declive del franquismo y los primeros pasos de la democracia. Los inmovilistas creyeron que sería conservador por haber ocupado la Secretario General del Movimiento y porque así se mostró ante los más temerosos de un cambio radical. Igualmente, fue bien recibido por los reformistas del régimen –menos por Fraga que aspiraba a ser él el elegido- por su juventud y talante.

Por encima de todos sus valores, estaba su portentoso olfato político. Era tan extraordinario su instinto y su poder de convicción como necesario resultaba entonces. Su éxito se debió a que nunca perdió de vista que gobernar era "hacer normal en la política lo que a nivel de calle es normal". Cuando se reunió con Suárez por primera vez en 1976, Felipe González sacó la conclusión de que el Presidente "tenía las antenas perfectamente abiertas para saber qué viento estaba soplando". De hecho, las mantuvo durante todo el tiempo en que debió tomar decisiones que, sin duda alguna, fueron improvisadas por lo atípico del proceso que tuvo que liderar. Sorprende repasar ahora la cantidad ingente de resoluciones que debió afrontar durante sus escasos cinco años que fue Presidente.

"Puedo prometer y prometo"

No pasaba un día sin que anunciara ("Puedo prometer y prometo…") alguna de las novedades que el pueblo español esperaba y que habían diseñado previamente con el Rey. La ley de asociaciones, legalización de los sindicatos y del PCE; la creación de su partido político –Unión de Centro Democrático- para presentarse a las primeras elecciones. La Constitución del 78, Los Pactos de la Moncloa, la Ley del Divorcio, reformas jurídicas penales y civiles -como el fin del tutelaje a la mujer o el delito de adulterio- y, en definitiva, una producción legislativa apabullante que se tejía en paralelo a la adopción de medidas, todas novedosas, que el presidente tomaba sobre la marcha.

Siendo un excelente gobernante, se rebeló como un pésimo hombre de partido. Constituyó una organización diversa, formada por varios partidos, todos ellos con su propio líder. Demasiados gallos para un mismo corral. Enfangados en múltiples conspiraciones, los barones se levantaron contra el líder y el de Cebreros acabó por tirar la toalla. Tenía 44 años cuando llegó a la Presidencia en 1976 y no había cumplido los 50 cuando presentó la dimisión, en 1981. Tras su renuncia, el Rey le hizo Duque.

Su excelente relación personal con don Juan Carlos tuvo mucho que ver en su nombramiento como jefe del Gobierno. Gracias a esa sintonía política y humana entre ambos, se construyó la democracia a partir de una Transición que no fue ajena a difíciles y peligrosos episodios. A finales de los setenta, la UCD se convirtió en una jaula de grillos, el terrorismo se ensañaba con los militares y las fuerzas de seguridad y en el Ejército crecía el malestar en un estruendoso ruido de sables de incontables conjuras. En ese clima, se perpetró la intentona golpista del 23-F que fue sofocada por la decisiva intervención del Rey. El asalto chapucero de los tricornios armados bajo el mando de Tejero ofreció para la Historia el gesto más valiente de Suárez cuando el ya expresidente, inmutable y erguido en su escaño, desafió a las fuerzas reaccionarias hasta su derrota. A partir de entonces, se convirtió en una leyenda.