Imagen en la que se puede ver a Andrés Iniesta junto a sus compañeros en una orla de La Masía. / R. C.
fábrica de campeones

El oro de La Masía

Cuando llegó a La Masía, el niño Iniesta «se tiró tres meses llorando»; hoy 60 chavales comparten su ilusión

BARCELONA Actualizado: Guardar
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El cinco del Albacete, un tal Andrés, prometía pocas emociones. Tenía 12 años, apenas levantaba tres palmos del suelo y parecía estar siempre enfermo y triste, con una palidez extrema que contrastaba con el rostro bronceado y jovial de sus compañeros, mucho más altos y fuertes que él.

El equipo manchego fue invitado en 1996 a jugar en el torneo alevín de Brunete, en el que participaban las mejores canteras del país. Andrés saltó al campo y tímidamente, como sin darse importancia, empezó a hacer cosas de magia: domaba los balones más endiablados, regateaba, dibujaba geometrías imposibles con sus compañeros, disparaba y, por más que le acosaran rivales grandes como montañas, siempre salía del trance indemne, limpio y sonriente. Francisco 'Lobo' Carrasco, ex futbolista, comentaba el torneo para el canal Cuatro y no salía de su asombro: «Uy, Dios mío. Lo que ha hecho el cinco del Albacete... Es excepcional». Radomir Antic, entrenador serbio, incluso aventuró una profecía: «Ese chico llegará a la selección. No comete errores».

El conjunto manchego terminó tercero y Andrés recibió el premio al mejor jugador, que consistía en un viaje pagado, con sus padres, a Port Aventura. Nada más acabar la final de Brunete, Albert Benaiges y Oriol Tort, ojeadores del Barcelona, bajaron al campo y hablaron con aquel chaval tan pálido, medroso y pequeñajo. Le ofrecieron ingresar en la residencia del club azulgrana para jóvenes talentos. Sin atreverse aún a tomar decisiones tan graves, la familia de Andrés aprovechó la visita al parque temático para detenerse en Barcelona y conocer La Masía: una casona de payés que se levanta junto al Camp Nou y que, de manera milagrosa, ha conseguido escapar al furor urbanístico de la capital catalana.

Les gustó mucho. «A las familias les convence el ambiente cálido y casero que aquí se respira», asegura Carles Folguera, actual director de La Masía: «Esto es tan pequeño, está todo tan cerca y el contacto entre los chavales y el equipo docente es tan intenso que se generan muchas complicidades. Los padres saben que no abandonan a sus hijos en un sitio gélido e impersonal».

La primera cena

Todavía un poco a regañadientes, los Iniesta decidieron aceptar la invitación del Barcelona y en septiembre, justo al inicio del curso académico, el joven albaceteño se presentó con una maleta en La Masía. Tenía doce años y afrontaba el reto de vivir solo, a casi quinientos kilómetros de sus padres, de sus amigos y de su pueblo, Fuentealbilla, un villorrio manchego, silencioso y apacible, de apenas 2.000 habitantes.

Andrés llegó a la hora de cenar, cuando sus compañeros ya estaban en la mesa. Se despidió con un beso de sus padres y de su abuelo, que se quedaron, con el corazón congelado, en el vestíbulo de la residencia. Entró en el comedor. No pudo probar bocado.

Esa misma noche, a las cuatro de la madrugada, mientras el chaval derramaba en silencio sus primeras lágrimas en La Masía, su padre, José Antonio Iniesta, y su abuelo, Andrés Luján, que tampoco podían dormir, se encontraban en la cafetería de su hotel en Barcelona. Sentían que se habían equivocado. Pero justo cuando habían decidido rescatar a Andresito y llevarlo de vuelta a Fuentealbilla, apareció la madre del futbolista, María Luján, que les recomendó un poco de paciencia. Así que los tres se tragaron la angustia, regresaron a Albacete y dejaron al niño en manos del Barcelona.

«A Andrés le costó muchísimo adaptarse. Lo pasó muy mal», recuerda Carles Folguera. «Se tiró tres meses llorando», abunda Albert Benaiges, director de la Escuela de Fútbol del Barcelona. «Es que no es lo mismo entrar allí y tener a la familia a 20 kilómetros que dejarlos a 500 kilómetros y que sólo puedas verlos en verano y en Navidad», reflexiona Guillermo Amor, primer alumno de La Masía que consiguió triunfar en el Barcelona. En 1978, Amor vivió una experiencia similar a la de Andrés Iniesta. Llegó con once años y dejó a su familia en Benidorm: «Es un cambio enorme y pasas unos meses muy difíciles; pero te sirve para madurar».

Finalmente, Iniesta se sorbió las lágrimas, apretó los dientes y buscó consuelo en una imagen: todas las noches, asomado al ventanuco de su barracón (una habitación con literas, de austeridad monacal), contemplaba el perfil imponente, soberbio, casi mágico, del Camp Nou. «Soñaba con jugar ahí y aquel sueño -reconocería después- fue mi aliento».

Catorce años más tarde, el 11 de julio de 2010, hacia las once de la noche, en el estadio Soccer City de Johannesburgo, Andresito, aquel minúsculo cinco del Albacete, controló un difícil pase de Cesc Fábregas, miró al portero holandés y esbozó una leve sonrisa mientras le clavaba un disparo frío, seco y preciso. Ese gol agónico y justiciero, conseguido en el minuto 116 de una desesperante prórroga, le valió a España su primer Mundial y puede concederle mañana a Andrés Iniesta el Balón de Oro que consagra al mejor jugador de 2010. El mediocampista manchego es, según anticipó 'La Gazzetta dello Sport', el gran favorito para alzar un trofeo al que también aspiran sus compañeros Xavi Hernández y Lionel Messi. Sea cual sea el orden que determine el jurado, los tres mejores futbolistas del año pasado han sido frutos selectos de la cantera del Barcelona y embajadores de una misma filosofía. Los tres son hijos de La Masía.

Cumplir las reglas

Un jardincito pequeño, con el césped bien cuidado y algunos árboles venerables, franquea el acceso a la casa, construida en 1702 con las piedras del lugar y unas vigas de madera. Al lado del Camp Nou y a pocos pasos de la Avenida Diagonal, La Masía tiene algo de rareza museística, de pieza arqueológica que ha sabido, nadie sabe muy bien cómo, sobrevivir a la invasión del progreso, de las autopistas y de los insolentes rascacielos de cemento y cristal.

A la entrada, en un zaguán estrecho, reposan varias bandejas con zanahorias, lechugas y plátanos. Faltan pocos minutos para las dos de la tarde y de la habitación contigua sale una humareda acogedora. El cocinero, Fernando Redondo, un soriano que lleva 16 años en La Masía, coloca unos hermosos filetes en la plancha mientras saluda a los visitantes: «Con la carne no hay problema, les gusta a todos... Pero la verdura es otra historia», sonríe. Al lado, una formidable olla de espinacas aguarda, severa como una amenaza bíblica, a los sesenta internos de la residencia. Todos se juntan para comer, aunque sólo los doce más pequeños (de 11 a 13 años) duermen en la casa. Los 48 restantes se acomodan en el mismo Camp Nou, en unas habitaciones triples, sin lujos ni pretensiones.

Mientras las camareras disponen las mesas para el almuerzo, un chaval alto y flaco como un pináculo se asoma a curiosear por la cocina. Parece más un pívot que un futbolista, y probablemente lo sea: entre los internos de La Masía, hay once chicos de la sección de baloncesto y uno del equipo de hockey sobre patines. El menú, vigilado por los médicos, es idéntico para todos y sólo se buscan alternativas para los seis chavales musulmanes, que no comen cerdo. El cocinero se empeña en tostar un par de filetes mientras rezonga, como excusándose por la herejía: «A estos de Camerún les gusta la carne seca como una bota». En el césped, Iniesta, Xavi y Messi pueden marcar hoy la diferencia, pero en el comedor ninguno ha alcanzado el prodigioso nivel de Pepe Reina, portero del Liverpool y de la selección española: «Era el que más saque tenía. Con diferencia -recuerda Redondo-. Y Víctor (Valdés) era muy exquisito; todo un sibarita».

A esa hora, llegan en autobuses los chavales, que ya han acabado sus clases en el colegio privado concertado León XIII, donde comparten aula con los vecinos del barrio. «Nosotros no somos entrenadores, sino educadores», advierte Carles Folguera. El director de La Masía, antiguo portero internacional de hockey sobre patines, es pedagogo y trabaja en el centro desde el año 2003. «La formación humana tiene que servirles para saber que esto es muy difícil. La ilusión es importantísima, pero también deben asumir que muchas veces no se cumplen los sueños. Y para eso los estudios son esenciales. Deben tener otras opciones para resolver su vida».

A esta hora de la tarde, apenas hay barullo, aunque no debe ser fácil domar a sesenta adolescentes con las hormonas en ebullición: «La disciplina es fundamental. Hay que cumplir el horario y las reglas de descanso», subraya Folguera. Cuando llegan los jóvenes, Carles, un tipo arrollador y positivo, de una energía contagiosa, sólo les de un consejo: «Hay que ir al cien por cien en lo que hagas. Si estás en clase, al cien por cien en clase. Si te estás divirtiendo, al cien por cien. Si entrenas, lo mismo. Un tío conflictivo, por muy bueno que sea con el balón, no tiene sitio aquí».

Los chicos, entre bromas, empiezan a comer. Y uno siente cosquilleos al pensar que allí, sentado ante un plato de espinacas, puede encontrarse el Balón de Oro del año 2020.