hoja roja

Algo de qué hablar

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En un país tan profundamente anticlerical como el nuestro donde términos como aconfesionalidad y laicismo conviven como si fueran siameses que nadie se hubiera molestado en separar, es lógico que salten todas las alarmas en cuanto aparece un cura en escena. Basta con echarle un vistazo a nuestra mejor literatura –cómo olvidar al Arcipreste de Hita o a D. Fermín de Pas-, desde la Edad Media hasta la actualidad, pasando por el romancero y el refranero –hagan memoria-, para comprender que los españoles no somos ni ateos, ni agnósticos, ni aconfesionales, ni ilustrados sino que somos auténticos carroñeros del clero. Y lo que es peor, somos, como nos definía Caro Baroja en su Historia del anticlericalismo español, «anticlericales cristianos», de aquellos que critican, caricaturizan y denuncian vicios y abusos concretos del clero, pero que no cuestionan –y eso sí que es preocupante- el papel de la Iglesia en la sociedad -de ahí que sigan siendo los colegios concertados religiosos los más demandados por los padres- ni su supuesta influencia en determinados asuntos. Algo delirante, puede pensar usted, teniendo en cuenta los tiempos que corren. Totalmente delirante, sí señor. Delirante como las reacciones a la noticia que saltaba a los medios esta semana y que nos ha proporcionado algo de qué hablar. Curas pederastas, monjas que hacen desaparecer niños, frailes que meten la mano en el cepillo o en lugares más ocultos… la trama y la diversión están servidas.

Verán. Los asuntos que rodean a menores siempre son muy delicados, tanto aquellos que afectan a su bienestar como aquellos que afectan a su educación, porque en su vulneración se atenta contra algo mucho más importante, contra la dignidad de las personas. Es por eso por lo que la tarea de educador no debería estar en manos de cualquiera, como lo ha estado casi siempre. Y porque todos tenemos en la cartera de la memoria al que daba cosquis y otras cosas a destiempo, es por lo que se deben exigir unos mínimos niveles de equilibrio emocional en los docentes, sean del tipo que sea.

Lo que presuntamente ha pasado esta semana – y que no debería haber pasado- podría haber ocurrido en cualquier colegio de esta o de cualquier ciudad. Lo triste es que lo que presuntamente ocurrió, ocurrió en un colegio de curas, y ya sabe cómo somos de anticuras por aquí. «A casa del cura, ni a por lumbre vas segura», dice el refrán. Algo llevará el río cuando suena, no diré que no. Y aunque tampoco diré que todos los colegios concertados, todos los curas y todas las monjas sean sospechosos, sí diré una cosa.

Un profesor que se dedica a llevar niños a sus despacho –un despacho oficial- para que jueguen, peleen, asistan a espectáculos de magia o de manos, es alguien, que cuanto menos, tiene una tara. Y un tarado al frente de una clase, o lo que es peor, al frente de una institución educativa, es algo muy peligroso. Ahí es donde está el problema. Que se deje en manos de personas inadecuadas algo tan importante como la educación de nuestros hijos, que se ponga a la cabeza de un colegio, o de una clase, a alguien que mantiene relaciones un tanto extrañas –a mí me resulta extraño que un adulto mande wasthapp a niños- con sus alumnos. Me da igual que sea cura, profesor de gimnasia, monitor de campamento, o lo que sea.

Menos mal que la ley –esta ley, no todas–es la misma para todos y cae por su propio peso encima de todas las cabezas. Lo demás, anticlericalismo incluido, se convierte en algo de qué hablar.