doctor iuris

Cómase éste

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No. Me niego. No voy a hablar del nuevo escándalo de UGT. Ni de la desimputación de la desinfanta. Ni de la bella Ana Mestre echando maldiciones gitanas al bello López Gil por la Cooperativa Observa. Ni de los abortos etarras, los abortarras. Tampoco de Enrique Moresco, en el top ten de alcaldes. Ni siquiera voy a hablar de Rosario Troncoso (a la que dedico este texto para que me regale –cohecho impropio o algo así– la primera novela de ‘Dos mil locos editores’, que ha editado junto con Paco Mármol). Hoy voy a escribir, como si de un Pepe Monforte reborn se tratase, de otra cosa. De sitios recomendados para ir a comer.

Salgo y vuelvo, almuerzo temprano con mis amigos del bar La Gallega: siempre pulpo, siempre tortillón, siempre zorza, a veces ribeiro, a veces albariño, delicioso todo, siempre. Su dueña, Elvira –la gallega de la Isla–, es una mujer tan humilde que hasta ha renunciado a premios por no considerarse merecedora de ellos. Vive para trabajar, siempre envuelta en su manchado delantal, con quemaduras en las manos. Otros días, en cambio, prefiero ir a la Venta de Vargas, donde envuelto en berza (de maldición) gitana me quemo con el rabo de toro. Y con las tortillitas de camarones que los hermanos Picardo hacen con maestría desde hace décadas. Luego, me vengo al despacho, pongo música sugerente (hoy tengo a mi lado a Emiliana Torrini, con su voz dulce y susurrante, como si de una Björk reborn se tratase) y pienso. Pienso en Conil, sus huertas, su sol que es el nuestro y acabo charlando con Petri y su marido en la Venta Melchor, donde el tartar de atún revive a un muerto y lo vuelve a matar. Hay recuerdos asociados a lugares, y cada vez que vuelva veré allí a mi hija entrando en la barra para ayudar a una dependienta a decorar tarros de miel, que ni quería irse de allí, la muy pájara. Sólo falta que venga la inspección y te la dé de alta de oficio, le dije a Petri.

En otras ocasiones voy al gastro-bar Aquarela, en El Puerto de Santa María, donde a cambio de probar una deliciosa hamburguesa de kobe he de permitir que mis hijos jueguen en una zona infantil compartimentada, obligándome a comer tranquilo. Indignante. También voy en ocasiones al restaurante El Casarón, en Los Badalejos, cuyo plato de alcauciles y guisantes hace más corto el retorno al hogar. Cuando me pongo melancólico, pienso en la dorada a la espalda que tomé con Jordi Sánchez en El Roqueo, mientras perdía mi alma por entre las olas del mar de la playa. Cuando me pongo agresivo, recuerdo el solomillo que devoré con Javier Funes y Miguelito de la Titi en La Castillería de Santa Marta o el chuletón de buey del Asador La Carbonería de Algeciras, donde siempre me entretengo charlando con las camareras –una saharaui, otras dos marroquíes–, trabajadoras como he conocido pocas. Cuando me pongo romántico, vuelvo con mi esposa al Jardín del Califa de Vejer, que posiblemente es, junto al Restaurante El Oasis de Ceuta, donde mejor comida marroquí se degusta. En ambos sitios cayeron harira, pinchito moruno y tallín de cordero. También recuerdo el arroz negro con chocos de El Faro, los spaguetti carbonara de Ettore, el morrillo de atún del Campero y los mazapanes de Aromas de Medina. Y cuando me di cuenta, entre recuerdo y recuerdo, acabó el artículo. Era ya la hora del café y seguía sin haber comido.