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La floración de la fauna

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Llegada la primavera a su turbadora cita con la eclosión de las flores y la maduración de ciertos frutos precoces, suele olvidarse que también la fauna se ve abocada a reiniciar el ciclo de la esperanza en la fructificación. Toda flor tiene la vocación de convertirse en fruto, en fruta nutritiva y orgullo de frutero, en belleza jugosa tentadora, mas no así acontece con la fauna que se rige por memorias de la especie, por instintos y barruntos, por rituales. Sin embargo existen miríadas de especies florales cuya vocación es más recóndita, menos rotunda, al haber sido diseñadas para inmolarse en sutiles ofrendas, en altruistas servicios a otras especies. Es precisamente la apicultura una labor propia del sortilegio del medio natural que realiza milagros minúsculos con rituales igualmente minúsculos.

Como florece la flora ha de florar la fauna. Ha de ofrendarse entera como un vendaval con el mismo afán de servicio con el que la florecita anónima espera al abejorro. Con el mismo altruismo, con similar magnanimidad, fiel a la ceremonia de delegación de funciones propia del circuito de la vida, mezcla de magia y erótica poesía, que rige el universo desde el ejercicio cultural de las pautas consuetudinarias. Todo, pues, responde a la costumbre, a la moral, a códigos rutinarios, telúricos y uránicos, que nos permiten existir cumpliendo con los mandamientos de la tierra o desde los determinismos astrales. Viene a colación este ejercicio de inocencia intencional, de pirueta candorosa, para plantear una cuestión, más bien una duda, acerca de la inteligencia de la especie humana.

En estos momentos, la ciencia botánica y la ecología científica no dudan en atribuirle dotes de inteligencia al árbol, compendio artístico de las leyes naturales del colectivismo, el que asigna un rol específico y un código de actuación a cada hoja. Cada hoja se sacrifica por defender el porvenir de otra hoja, de otra hermana. Cada árbol se ofrenda a los demás árboles; se inmola por defender el porvenir del bosque. Es un ejercicio de floración ética, de esencia legislativa anterior a la llegada de la primavera, que resulta ser el efecto y no la causa de la floración. No existe la costumbre en el hecho de ser árbol, no existe moral arbórea sino esencia armónica y equilibrada del árbol, ese monumento simbólico, ritual y mitológico.

Mas no sucede así con la fauna, y dentro de la fauna con la especie humana, cuya esencial capacidad de ofrenda, de servicio, de altruista inmolación, se encuentra arrumbada en los sótanos del egoísmo y la vanidosa egolatría. Desestimar al amor, por tolerante y rumboso, como recurso básico para la supervivencia, tiende a convertir a nuestra especie humana en una compañía de títeres inanimados, en un amasijo de cretinos que buscan en la notoriedad social un flujo reconstituyente de espuria clorofila.