opinión

Antonio, el portugués

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Hace ya bastantes años que conocí a Antonio, el portugués. Fue en un tiempo en el que aún creía que se podían hacer las cosas mejor, en el que yo pensaba que era mejor. Antonio dormía en la calle, llevaba tiempo en Cádiz, no tanto como el que pasó después de que nos conociéramos. Una vez a la semana, quizá cada más tiempo y es la mente la que quiere reconfortar a mi corazón haciéndole creer que era cada poco, salíamos a la calle, ya de noche, con bolsas de rafia bien cargadas de café, leche, termos con el puchero que siempre hacía Maruchi con tanto cariño, galletas y calcetines, calzoncillos, de vez en cuando una lona aislante, alguna mochila. Así, bien cargados, fuimos descargando de algo de peso, que después le devolvimos, a Manolo, Miqui, Vicenti, toda esa gente admirable que hizo posible el nacimiento de Calor en la Noche. Con las bolsas y muchos reparos nos acercábamos a algunos cajeros, al Olivillo, a La Caleta, a la plaza España, a Canalejas. Allí nos encontrábamos con decenas de personas sin hogar que nos esperaban como agua de mayo. No por el café ni el puchero, sólo por el aliciente de tener a alguien a quien esperar.

Uno de ellos era Antonio, el portugués. Siempre correcto, educado, muy callado. Algunos se enfadaban si ya habían cogido el sueño y los despertábamos cuándo llegábamos irrumpiendo en su particular jardín estrellado como elefantes en una cacharrería, pero él no. Contaba lo justo. No era de los que se inventaban una historia ni se montaban castillos en el aire fantaseando con un futuro en el que ni creía ni perseguía. Se conformaba con seguir estando, con más o menos ganas, dependiendo del día.

Recuerdo a Antonio más que a ningún otro porque una Navidad nos pidió un regalo, como si nosotros fuéramos los Reyes Magos. Quería, necesitaba, un camping gas, y aquella noche de enero se lo llevamos. Fue la única vez que lo vi sucumbir a los sentimientos. Se levantó y sin pensárselo me dio un abrazo. No me moví, no lo esperaba. Tampoco lo valoré. Seguramente Antonio llevaba mucho tiempo sin abrazar a nadie y yo apenas le respondí con unas palmadas en su sucio chaquetón. Ahora lamento no haberle correspondido como debía. Hace unas semanas murió en plena calle San Francisco. Unas velas encendidas han estado dando calor a ese frío suelo donde ya no amaneció, el mismo calor que él un día me entregó y que ahora siempre llevo conmigo.