opinión

AGUA DE JAMAICA

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Si bien pudiere parecer que la bebida auxiliadora de la nostálgica alma de México, experta en desamores y requiebros, en machismos de pacotilla y otras trovas, fuera el bizarro mezcal, o su más elaborada y suave versión del tequila, lo cierto es que esta atribución le corresponde al Agua de Jamaica. Se trata de una infusión de cualidades diuréticas que se consigue por cocimiento de los sépalos de la Flor de Jamaica, que es un hibisco (‘Hibiscus sabdariffa’). Se conoce también como Té de Jamaica. Recuerdo que lo primero que se cocinaba en nuestra intencionadamente folclorista casa de Ensenada era la Flor de Jamaica, así como recuerdo que nuestra querida Verónica lo que nos ofrecía como bienvenida al llegar de viaje era un gran vaso de esa infusión purpúrea, a la que sus tradiciones chiapanecas le conferían dones sanadores universales.

El rico legado de las cosas pequeñas, desde los minúsculos gestos de la flora acariciada por la brisa, hasta los retozos de la fauna arremolinada por el relámpago, forman parte del monumento de lo imprescindible. Su impulso plástico, la fuerza de su verbo convertido en verbo único exento de conjugación, su independencia del vocabulario y la sintaxis, convierte al prodigio de la belleza en una norma de obligado cumplimiento. Existe en los aledaños del cosmos de lo pequeño, toda una preceptiva microscópica que pauta la rima del beso con la brisa y la de la caricia con la floración. Son minucias cosmogónicas insoslayables.

En estos días, unos queridos mexicanos nos han traído hasta Madrid un obsequioso paquetote de Flor de Jamaica, una ofrenda ritual propia de unos amigos conocedores de nuestras devociones americanistas. Hemos realizado el cocimiento con la avidez del que busca en la noche a su amante en el huerto y hemos aguardado a que el bebedizo se enfriara con impaciencia adolescente, para averiguar si la memoria gustativa era capaz de devolvernos aquellos atardeceres del Pacífico durante los que nos deleitábamos viendo amerizar a los pelícanos y pescar a los cormoranes, como única diversión. Mas sin embargo, el Agua de Jamaica no surte esos efectos profilácticos en Madrid; pierde esos atributos de candor lisérgico, de tranquilizante inofensivo que sosiega a la doncellita parida y al torerito revoloteado. Pierde su magia de remedio materno, de superiora de convento, de abuela rezongona. De brujilla amerindia sigilosa.

Soplan vientos en Madrid, en Europa, inadecuados para olfatear, para paladear, la vida, mas no porque la desdicha aguda nos persiga, sino porque nos hemos empecinado en vivir ofuscada y ácidamente, sin querer ver que las cosas mejoran, que la salida de la crisis se acerca con razonable rapidez, que hay muchísimos más funcionarios lúcidos y ejemplares que zoquetes. Si bien con las castas políticas enzarzadas en persecuciones justicialistas no puede sentar bien el Agua de Jamaica.