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EL GÜERITO PORTELA

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Pancho Portela era saxofonista, conocido en el medio de la jarana como ‘El Güerito Portela’, dado que era blanquito de tez y rubiasco de cabellera, por haber salido más parecido a su padre que era gallego de Avión, que a su madre que era triqui de Oaxaca. Era pues criollo en toda regla, que sin embargo conservaba en mayor cuantía las dotes del susurro sigiloso amerindio que la altisonancia vocinglera ibérica. Tocaba todos los instrumentos musicales propios del festín. Desde las marimbas caribeñas hasta el guitarrón del mariachi, pasando por el charango y el saxo tenor, que era su instrumento preferido.

Era Portela un maestro de la supervivencia. Un prodigio. Una eclosión floral de epifanía. No he conocido a nadie con tanta habilidad para aprender, con tantos deseos de abrirse a nuevas experiencias, siempre que, eso sí, generaran ingresos. Y lo curioso es que odiaba el trabajo con especial encono, defendiendo la teoría de que el hombre encuentra su plena realización en la hamaca bajo la umbría de un emparrado. Por estas razones aprendía a gran velocidad; para salir del empeño cuanto antes. Si hubiera nacido en Cádiz, lo que bien pudiera haber sido dado su gracejo de chascarrillo cantinflista, se le hubiera considerado el emperador de la chapuza, entendida ésta como florilegio, pues no había oficio con el que él no se atreviera.

Ahora bien, justo es consignar que este saltimbanqui laboral huía de todo aquello que fuera o pareciera cutre, de todo aquello que pudiera sonar a obra de aficionado. Era muy concienzudo y pulcro, muy ceremonioso, llegando a cambiarse de ropa tantas veces al día como chapuzas acometiera. No concebía ejercer un oficio sin investirse de oficiante específico. La artesanía en México en particular, en Iberoamérica en general, en Chile en especial, es preciosista y perfeccionista, virtuosa, sin dejar de ser candorosa, inocente. (Vayan al ECCO)

América está transida, iluminada, por los compromisos de muchos habilidosos con la paciencia y, a través de ella, con la vida coloreada, con el fulgor de la interpretación de la existencia entendida como divertimento. La vida es una rosaleda, un emparrado, un sombrajo, un toldo sevillano, un espacio adecuado para que un niño pueda mamar sin tener que cerrar los ojitos por superabundancia de luz, pudiendo así percibir el mensaje de la sonrisilla de su madre. La vida, y más en esta epifanía de Navidad, es un edificio sencillo por el que debe transitarse de puntillas por respeto a la belleza convecina. Habilidosamente, como el Güero Portela, hay que aprender a amar a aquel que cree que le disgusta que lo amen. Aprendamos a tocar, al menos la zambomba, siempre que seamos capaces de tocarla sin perder el compás, musical y social. Hay que entonar bien la melodía de la Ética Cívica resucitadora.