OPINIÓN

POR LAS VISTAS

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Había expectación, y mucha, por ver el castillo de San Sebastián por dentro. Era algo así como la realidad y el deseo, la certeza de que existen billetes de quinientos y la frustración de no haber visto nunca uno. Como el hielo de Macondo, como el rayo verde, como el castillo del mago de Oz. De ahí la expectación, y mucha, por entrar en esa fortaleza tan cercana y tan lejana a la vez. Sabíamos ya que no iba a ser ni auditorio, ni acuario, ni museo, ni el centro del gran qué. Sabíamos ya que los pájaros y las aves de rapiña se habían comido las migajas que nos habían tirado por el camino, y aún así, había expectación y mucha por visitar el castillo encantado. Y allí que fuimos, con la misma miseria que fuimos a ver los duros antiguos. Por eso el desencanto fue aún mayor que las ganas, por eso la decepción se apoderaba pronto de los gozosos viajeros de un tren de juguete –lo mejor oído en el espigón, ¡ole! Ya ha puesto la Teo el metro en la Caleta– que descubrían nada más entrar que no se había roto el hechizo y que el castillo seguía maldito. ¡Aquí no hay ná! ¡Qué porquería! ¡tanto dinero pa qué! ¡esto no sirve pa ná!, ¡esto está en ruinas! era lo que más se oía, mientras se buscaba consuelo y justificación en las vistas, ¡Sólo por las vistas merece la pena!. Es como para echarle no «una pensada», sino unas pocas, la verdad.

Y sacando al experto que todos llevamos dentro se hacían apuestas en el trenecito de vuelta, al ritmo del tres por cuatro con la desilusión por bandera, porque menos da una piedra que muchas piedras juntas ¡un restaurante!, ¡una residencia de ancianos!, ¡un hotel!, ¡un cine!, ¡un centro cultural!, ¡un teatro!... ¡un mamarracho!, que hablar también es gratis, como todo en esta ciudad. Y la expectación se iba desinflando mientras el castillo se quedaba otra vez atrás para siempre. Porque siempre nos gustaron mucho los castillos en el aire.