Los lugares marcados

Pequeños paraísos

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Todos tenemos una idea más o menos definida del paraíso. No me refiero al Paraíso entendido como el más allá, la gloria, el cielo, o como queramos llamarlo, sino al lugar terrenal donde a uno le gustaría quedarse a ‘vivir la vida’. El lugar ideal, pero tangible, del retiro o el descanso. El locus amoenus.

Hay quien imagina su paraíso particular en playas tropicales, con extensiones de fina arena, temperaturas benignas, daiquiris, piñas coladas, tumbonas y un mar turquesa como telón de fondo. Otros se lo figurarán en nórdicas montañas: un refugio de madera con una alegre chimenea encendida, un ponche de coñac caliente y la ventana abriéndose sobre la cegadora blancura de una nieve que dura todo el año. También hay quienes buscan su paraíso en templos aislados donde meditar en soledad, aprender del silencio y desentrañar el sentido de la existencia.

Yo, por mi parte, hoy elijo los ‘paraísos de bolsillo’, más fáciles y abarcables. Un patio cerrado con una maceta donde crece una buganvilla; un trocito de playa –más piedras que arena– en el Corral Trapito de Chipiona, a la hora del ocaso; un tabanco viejo donde la tarde pasa volando, rodeada de amigos y con una conversación medio hilvanada encima de la mesa; una calle de Jerez –la Porvera por ejemplo– en la que demorar el paseo bajo la luz tamizada por las jacarandas; una habitación caldeada en la que esperar al amor.

Parafraseando a Vargas Llosa y a Gauguin –y contradiciéndolos también–, el paraíso está en cualquier esquina. No es necesario, al menos no es imprescindible, agotarse en desplazamientos y viajes. Sólo hay que abrir los ojos a la luz que todos los lugares irradian, al secreto que guardan y que se encuentra tan sólo a un paso de lo más cotidiano.