opinión

La figura desfigurada

La principal razón para prohibir las corridas debería ser el sufrimiento del torero, que al fin y al cabo es un semejante

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Algunos siguen creyendo que el argumento decisivo contra la tauromaquia es la crueldad ejercida sobre el toro, y no es así. La principal razón para prohibir las corridas debería ser el sufrimiento del torero, que al fin y al cabo es un semejante. Hemos visto a Juan José Padilla saliendo del hospital con el aspecto de un Jano que por el perfil derecho representara el coraje y por el izquierdo la más cruenta de las derrotas. Hace unos días el gaditano volvió a jugarse la cara, lo cual no supone gran novedad en su caso, pero esta vez se la partieron en el sentido menos metafórico y más encarnizado de la expresión. El resultado ya lo conocen. No sé si estoy en lo cierto, pero tengo la impresión de que hay unas recientes generaciones de matadores dispuestos a cualquier cosa con tal de triunfar, de diestros que salen al ruedo preparados para lo más siniestro como si buscaran la gloria de los cementerios. Y los toros tampoco se quedan cortos. A la vista de lo atléticos que saltan últimamente a los ruedos parece que en las dehesas los echan a correr como si los preparasen para el maratón de Nueva York, y que acabada la sesión de pesas los ponen a ver Telecinco o alguna otra cadena correosa de ese estilo, a ver si se aficionan y luego compiten por salir en los telediarios de Piqueras soltando cornadas pavorosas de las que invitan a vomitar la sopa.

Todo alimenta en la retórica taurinista. Padilla es un ser admirable que se ha sobrepuesto al infortunio de manera ejemplar. Tanto, que todavía en la silla de ruedas y con aspecto de Quasimodo ha declarado no guardar ningún rencor a la fiera que lo atravesó desde el cuello hasta el ojo y lo clavó en la arena como los entomólogos clavan las mariposas en sus insectarios. Seguramente ese perdón habrá tranquilizado mucho al toro o a lo que quede de él en las carnicerías, pero sobre todo habrá hecho pronunciar a más de uno y a más de mil la vieja frase de que los toreros están hechos de otra pasta.

Puede ser. A lo largo de su carrera Padilla ha cultivado una estética de bandolero con toques de kamikaze muy del gusto de aficiones exigentes como la del tendido de sol de Pamplona, esa plaza donde para que el público levante la vista del bocadillo es preciso esposarse y vendarse los ojos y luego arrodillarse en el mismo hocico del animal. Su espeluznante cogida en Zaragoza ha vuelto a avivar la épica rancia del toreo, que gana enteros después de verlo ahora desfigurado como un Millán Astray de la muleta, proclamando a los cuatro vientos su intención de regresar a los ruedos cuanto antes. Sin duda es un canto de superación personal digno de reconocimiento, y de salida a hombros por la puerta grande, si me apuran. Pero también tiene algo de patético y de salvaje, como muchos otros claroscuros de ese mundo peculiar del toro en el que a veces hay que poner mucha benevolencia para reconocerle el sello de hecho cultural.