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Pérez-Reverte rastrea en Cádiz las huellas del 12

Cádiz Actualizado: Guardar
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Pérez-Reverte conoce el cuadro. Los barcos, desarbolados, se arrojan fuego en la batalla de Trafalgar. El escritor lo mira unos segundos por la puerta entreabierta de la Sala de Juntas, camino de la rueda de prensa. Visto así, de perfil, parece uno de los próceres del XIX que se asoman a las páginas de ‘El maestro de esgrima’. La barba canosa, marcada en el mentón, el pelo muy corto, el abrigo largo. La decoración de la sala ayuda: las alfombras, los espejos biselados, el aparador antiguo y las sillas de madera conforman la escenografía perfecta para una estampa de época. Hace ya una década que se quitó las gafas y desde entonces cultiva ese aspecto de viejo maestro de armas, entre esquivo y honorable. Observa el lienzo, de pasada, y hay que suponer que en su cabeza retumban los cañonazos, que huele la pólvora y oye el crujido violento de las traviesas. En sus escenas bélicas se prodiga siempre en ese tipo de detalles. Los vive, y obliga a sus lectores a vivirlos.

Un político se acerca al escritor y le estrecha la mano. Otro le hace un ademán breve, bajando la cabeza. Hay quien lo saluda con cierto reparo, quizá con una precaución excesiva. Una prueba más de que el personaje público que se ha construido, voluntaria o involuntariamente, pesa. El ex reportero de guerra carga con fama de rebelde, de imprevisible, de arisco. También de no morderse la lengua, ni de rehuir la polémica. Ayer, durante la ‘tourné’ que hizo en Cádiz con periodistas de toda España para presentar su última novela, no hubo amagos bruscos. Venía a hablar de literatura, de historia, y no de política. Pérez-Reverte, como guía de los escenarios en los que se desarrolla la trama de ‘El Asedio’, optó por el modo académico y apenas se salió del protocolo, aunque se dejó caer, de entrada, con una castiza felicitación a un gráfico: «Buena foto, cabronazo».

Primera etapa: Salón de Plenos. Lo escoltan la alcaldesa (de sonriente a muy sonriente), y parte del séquito municipal. La firma de Reverte viste los preparativos del Bicentenario. Le da lustre en los medios y le sube el caché. A todo el mundo le encanta, aunque el protagonista parece algo distante, ajeno al show. Teófila Martínez no disimula su orgullo y dispara la primera batería de agradecimientos. Después, se apunta al panegírico: «Ahora mismo es el mejor embajador del 12». Los 320.000 ejemplares que pueblan desde el miércoles las librerías así lo acreditan. «Los libreros creen que será el título del año», explica la directora de Alfaguara, Pilar Reyes. Pérez-Reverte sonríe de medio lado y mira distraídamente el micro.

Errores del pasado

En su turno, desgrana algunas claves de la novela. Es evidente que no quiere salirse del tema literario, aunque opina sobre la influencia de Internet en los derechos de autor: «El pirateo y yo somos viejos amigos». Las consideraciones ideológicas sí le merecen reflexión aparte: «La palabra ‘liberal’ es noble. Hoy la usa mucha gente sin conocimiento de causa. A veces da miedo, dependiendo de quién la utilice». Y de paso, carga de artillería contra la clase gobernante: «Antes los políticos eran cultos. Ves a los de ahora y te da mucha tristeza. La degradación es evidente, desde la República, hasta nuestros días, pasando por la Transición». Se niega a hacer distinciones entre siglas: «Yo llevo 20 años posicionándome en ‘El Semanal’. Cualquiera sabe dónde estoy. Unos días me levanto de una manera, y otros, de otra. No soy ni de derecha, ni de izquierda, ni de centro. Si hablo de guillotinas y de cargarse a Monseñor Rouco… Eso de derechas no es».

Para Pérez-Reverte siempre se corre el riesgo de repetir los errores del pasado. «Hemos perdido muchas oportunidades. Nos lo hemos cargado todo. Mi miedo es que nos lo estemos cargando ahora, porque la ignorancia, el poder y la estupidez constituyen la peor combinación posible». Cuando nota que el tema se calienta, lo cierra sin miramientos: «Bueno, se acabó. Ya nos estamos saliendo demasiado de la novela».

Segunda etapa. Acaba la presentación oficial y los periodistas, con la editora Rosa Junquera a la cabeza de la troupe, enfilan la calle. «Pérez- Reverte nos lleva de excursión», bromea un fotógrafo, mientras mide la luz opaca del día, bajo un cielo encapotado y turbio, que amenaza tormenta. Saliendo de esa misma plaza, cerquita del pórtico de Santa María, el comisario Tizón, uno de los protagonistas de la novela, recibe la noticia de que el asesino que le quita el sueño ha sumado una nueva víctima. En el texto es verano, y el policía, que camina entre puestos de fruta y nubes de moscas, se afloja el corbatín para combatir la flama. Hoy también hace bochorno, a pesar de que el que más y el que menos carga con la bufanda, barruntando lluvia.

Entre el arco de El Pópulo y la calle Posadillas, una señora le pide dos besos: «Encantada de conocerte de vista, Arturo», le dice. El escritor, deja clara su vocación por la ciudad y su gente. «En Cádiz me siento como en casa. Hubo un tiempo en que pensé en venirme a vivir aquí, pero no podía por cuestiones personales y profesionales. Echo en falta más librerías».

El grupo sube por la calle Compañía, en dirección a la Catedral, y el protagonista decide hacer una parada en Casa Serafín, «la mejor cuchillería de Cádiz». El autor continúa teorizando, mientras camina, sobre la huella de 1812. «En Cádiz pasa como en Italia. Te vas al último pueblo perdido de allí y cualquier analfabeto te recuerda que ellos fueron el Imperio Romano. Hay un sentido de orgullo por aquello. Aquí pasa lo mismo: hasta el menos preparado sabe lo que es La Pepa».

Calle Ancha, donde un encuentro casual con el intrépido Capitán Lobo hace que a Lolita Palma le tiemblen las rodillas. En San Antonio, un grupo de alumnos de Secundaria, acampados en la plaza le hacen fotos con el móvil. Pasada la marabunta, Pérez-Reverte señala las torres vigía: «Esta ciudad es un verdadero museo de los siglos XVIII y XIX, pero la gente no lo sabe. Si lo supieran, seguramente se lo cargarían», bromea. «Para mí sería importante que se destacara en el Bicentenario que Cádiz fue un foco de esperanza, nuestra revolución francesa, aunque nos faltó la guillotina. Si hubiéramos pasado por la cuchilla al Antiguo Régimen, hoy estaríamos ante un país muy diferente».

De la plaza Las Flores, hasta la calle San Miguel, donde tiene lugar otro momento clave de la novela. En una esquina, un arcángel de piedra, armado con una espada, pisa la cabeza de un demonio. «Aquí es donde Tizón se da cuenta de las dos ciudades que conviven en la Cádiz sitiada: la visible, brillante, y la más oscura». Reverte mira la escultura de una forma torcida. «Me he pateado estas calles unas cuantas de veces», apunta. «Tampoco yo volveré a ser el mismo, después de esta novela».

Última parada en Cádiz. Playa de La Caleta. El escritor repite dos, tres veces, la misma retahíla para las televisiones. Le preguntan por la posibilidad de una película. «Sería una producción muy cara, no están los tiempos para eso».

Tercera etapa. San Fernando. En el Teatro de Las Cortes, el alcalde, José María de Bernardo, recibe a la caravana rodeado de voluntarios de la guardia salinera. El autor, algo cansando, aprieta los dientes. Más elogios. Más aplausos. En su turno, apenas da la réplica. «Cádiz se llevó la gloria, pero fue aquí donde se paró los pies a los franceses». Carraspea. A estas alturas del viaje, ya lo ha contado todo.