Andy Warhol y Maruja Mallo, en una imagen tomada en Madrid en 1982. :: R. C.
Sociedad

La pintora sin sombrero

Maruja Mallo será una de las grandes protagonistas de la escena artística de 2010Fue la musa de la Generación del 27, pero hizo mucho más que inspirar. Lideró toda una revolución

MADRID. Actualizado: Guardar
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Su firma, rotunda y sencilla, como ella, ya auguraba la rendición de un tiempo que la condenó al olvido. Ser mujer fue su sentencia para acallar que ocupó un lugar mucho más profundo que el de ser la cuarta integrante de un trío compuesto por Salvador Dalí, Federico García Lorca y Luis Buñuel, o «la musa de la Generación del 27», si bien inspiró a muchos.

Maruja Mallo, «mitad mujer, mitad marisco», como la bautizó Dalí, se entregó original y rebelde a quien supo ver en su obra sus insólitos mundos internos, sin abandonar jamás la libertad inmensa que sus alas desplegaban.

Pionera en la pintura, fue una adelantada del feminismo, rompiendo prejuicios estéticos y éticos. «La gran transgresora del 27», como la calificó el escritor José Luis Ferris, se alzó como un pilar fundamental en el papel de la formación de un nuevo tipo de mujer. «Como personaje fue única», recuerda Antonio Bonet, director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, institución que acoge ahora su última exposición: «Menuda y pequeña de estatura, vestida con audaces y modernos atuendos, muy maquillada, al final de su vida llegó a tener un aire un tanto estrafalario, como de una mascarita».

Sin ataduras

La mujer desprendida del sombrero, como hacían las liberales de la época para rechazar el clasismo y las ataduras sociales, fue musa de la Generación del 27 y, tras el regreso de su exilio, de La Movida de los 80.

Reconocida por André Bretón y otros surrealistas como Paul Eluard, Maruja fue la pintora que con sus 'Verbenas' arrancó de José Ortega y Gasset la única exposición celebrada, por aquel entonces, 1928, en los salones de la 'Revista de Occidente', según ella misma recuerda durante una entrevista realizada por TVE.

Ana María Gómez González, como nació en Viveiro (Lugo) en 1902, llegó a Madrid en el año 22 dibujando, sin querer, versos enamorados, muchos de los cuales arrancó a un joven gaditano que luchaba por ser pintor, Rafael Alberti.

El que fuera su amante le dedicó, entre otros, el poema titulado 'La primera ascensión de Maruja Mallo al subsuelo', de 'Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos'. En él describe, de una manera plástica y aplastante, lo que sería la segunda etapa de la pintora: «Tú, tú que bajas a las cloacas donde las flores son ya unos tristes salivazos sin sueño y mueres por las alcantarillas que desembocan a las verbenas desiertas para resucitar al filo de una piedra mordida por un hongo estancado, dime por qué las lluvias pudren las horas y las maderas. Aclárame esa duda que tengo sobre los paisajes. Despiértame».

La Escuela de Vallecas

Es el ciclo 'Cloacas y campanarios' su etapa más surrealista. Una profunda reflexión que enlaza con el barroco español, con Zurbarán y Valdés Leal, en la que habla de la putrefacción que tanto gustó a Bretón. Un surrealismo anómalo que nació en Vallecas y en aquella escuela, que conoció de la mano de Alberto Sánchez y Benjamín Palencia, donde descubrirá la periferia marginal y oscura y que «prestó una vital importancia al sustrato orográfico de la meseta», como señala la catedrática de Historia del Arte de la Complutense Carmen Pena.

Serán éstas, y las dedicadas a la «religión del trabajo», sus obras quizás más poéticas. Algo evidente si nos fijamos en que, en estas últimas, se manifiesta una afinidad estética con algunos versos de Miguel Hernández. Pero fue junto a María Zambrano, durante una manifestación del primero de mayo, donde se apoderó de ella la honda sensación de los campesinos que venían caminando a lo largo de muchos kilómetros con un gran pan en los brazos. Tanto que, en 1936, pintaría 'Sorpresa del trigo', mostrando a una mujer que, con la mirada del que sabe que su mejor recuerdo es el olvido, observa unas espigas que nacen de sus dedos.

Tras la muerte de su padre en el 33, Maruja gana la cátedra de Dibujo para Arévalo, donde da clases de dibujo libre y composición a los alumnos de primaria en los años de la República. Es así como comienza a indagar en sus «trazados armónicos», una ordenación del mundo a través de la geometría, en una población fría que distaba mucho de aquel Madrid, hervidero de tertulias e inquietudes sociales, en el que se celebraban encuentros culturales, siendo los más reconocidos la tertulia de la 'Revista de Occidente', el Cruz y Raya de Bergamín, El Café del Pombo de Ramón Gómez de la Serna, el Mirlo Blanco de Baroja, el Gato Negro de Azorín y Benavente, y la cervecería de Correos y la Casa de las Flores de Neruda.

Pero será en el frío erial abulense donde Maruja protagonice una de sus anécdotas más famosas: circulando con su bicicleta, se desvió y penetró en la iglesia local en el momento de celebración de la liturgia. Llegó hasta el altar mayor, dio media vuelta y salió, como un ángel errático o 'La Venus mecánica' de la novela de José Díaz Fernández, que se basara en ella. Tras el estallido de la Guerra Civil se exilia voluntariamente a Buenos Aires, donde desarrollará sus ideas estéticas en conferencias como 'Proceso histórico de la forma en las artes plásticas' y 'Lo popular en la plástica española a través de mi obra'.

Fascinación por el paisaje

Es en su periplo por Sudamérica donde, fascinada por el paisaje, pinta sus 'Naturalezas vivas', preñadas de un cromatismo vibrante y exótico. En ellas, y en su posterior obra, se notará la influencia ejercida por los libros de Matila C. Ghyka y por Joaquín Torres García, el artista del 'universalismo constructivo'.

«Descubro que el orden es la arquitectura íntima de la naturaleza. Observo en el microscopio los cristales de la nieve. Observo las construcciones campesinas, la íntima estructura de los animales. Descubro un orden numérico y geométrico que rige todas estas estructuras. Busco la expresión de ese orden, de esa armonía, de ese equilibrio regido por el número», escribiría Mallo sobre sus nuevas claves estéticas.

Así, la disección geométrica en busca de las formas ocultas por la naturaleza, la observación de la proporción áurea y sus simetrías se apreciarán también perfectamente en sus 'Retratos bidimensionales', como el famosísimo 'La cierva humana', que despertó gran interés en Nueva York y del que se dice que fue adquirido por Madonna en una subasta de arte.

De regreso a España, momento en el que Maruja recordaba que sus amigos estaban enterrados o desterrados, entra en contacto con los integrantes de la nueva escena cultural, La Movida de los 80, como Carlos Alcolea o Guillermo Pérez Villalta.

Es ahora cuando la ciencia, la religión y los símbolos se fusionan en el esoterismo de su obra y en sus series, exploradoras de una quinta dimensión, como 'Moradores del vacío' o 'Viajeros del éter'.

Una deriva casi mística que subraya con declaraciones donde habla de sus viajes en avión por encima de Los Andes como rutas de iniciación en enigmáticos arcanos espirituales: «Cuando entré en el conocimiento de Einstein, Marx y Freud, los tres santos laicos, es cuando hago esta pintura que por todo reconocimiento levita. Y además tengo la necesidad de inventar series míticas. De ahí salen los 'Moradores del Espacio', y de mis siete travesías por Los Andes, donde tuve la sensación de levitación y en donde me planteé las interrogantes sobre las formas no conocidas que existen siete mil metros más arriba».

Extrovertida y secreta, no ocultaba nada a la hora de proyectar su mundo artístico e intelectual, pero lo guardaba todo celosamente si entraba a formar parte de su intimidad. Maruja Mallo, una adelantada a su tiempo a la que el tiempo no llegará a alcanzar jamás, dejó esta dimensión en 1995, llevándose consigo su capital más preciado, la soledad que todo se lo había dado porque, como ella misma confesaba en sus escritos: «El hombre se mide por la soledad que es capaz de aguantar».