El niño pintor. Desapareció el 6 de abril de 1987 cuando se dirigía a una entrevista. Salió de casa para coger el autobús y no llegó a su destino. :: EFE
Sociedad

Fracasos policiales

Los archivos judiciales contienen numerosos casos sin resolver. Este es el relato de cuatro de los más famosos

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Un año después de su desaparición, tras centenares de horas de interrogatorios y semanas de intensa búsqueda de su cadáver en el río Guadalquivir y en un vertedero, el caso de Marta del Castillo amenaza con convertirse en uno de los mayores fracasos de la investigación criminal en España, por más que el fiscal haya concluido ya su escrito de acusación. Uno más que añadir a la lista negra que hay en todos los países. Porque si, como aseguran los especialistas, no hay crimen perfecto, sí existen expedientes que por razones diversas han sido imposibles de resolver. Algunos destacan de manera especial, como piedras en el zapato de los investigadores, porque en su momento mantuvieron en vilo a la opinión pública. Cuatro de esos crímenes o posibles crímenes sin solución son los del arquitecto Ricardo Urgoiti y el cortijo Los Galindos y las desapariciones del niño pintor de Málaga y el hijo del camionero accidentado en Somosierra. Son casos abiertos aunque nadie podrá ya ser procesado por ellos.

En el cortijo 'Los Galindos', una finca de 400 hectáreas propiedad de Gonzalo Fernández de Córdoba, marqués de Grañina, algunas rutinas parecen alteradas desde la mañana del día 22 de julio de 1975. Manuel Zapata, el capataz, ordena a primera hora a un grupo de empleados de la finca una tarea inusual: limpiar una amplia zona de pinos situada lejos de las dependencias principales del cortijo. A la hora de comer, por razones que nunca llegarán a saberse, el tractorista José González va a casa a buscar a su esposa, Asunción Peralta, que está embarazada y antes de casarse ha trabajado en 'Los Galindos' pero que hace meses que no pisa la finca. Es lo último que se sabe a ciencia cierta de cuanto ocurre allí antes de que se produzca un quíntuple asesinato.

Pasadas las cuatro de la tarde, los trabajadores que limpian el pinar ven cómo sale un humo espeso de un cobertizo junto a la casa del marqués y acuden raudos a ayudar a apagar el incendio. Cuando llegan, el fuego se consume solo y un olor a gasolina impregna el aire. En el interior del pabellón descubren dos cuerpos carbonizados que no identifican. De inmediato avisan a la Guardia Civil del puesto de Paradas. El comandante, un cabo y un número se presentan en el lugar y empiezan a registrar el cortijo. Es media tarde, luce un sol brillante típico de los veranos andaluces y los empleados no son capaces de explicar a los guardias civiles dónde están los otros ocupantes de la finca. Para cuando llegan de Sevilla su propietario y el administrador, los agentes han identificado los cadáveres: son el tractorista José González y su esposa. Después se sabrá que alguien les disparó antes de rociarlos con gasolina y prenderles fuego. También han descubierto un rastro de sangre que les lleva hasta la habitación de Zapata. Derriban la puerta, que está cerrada con un candado, y encuentran el cuerpo de su esposa, que yace en la cama bañada en sangre. La mujer ha sido golpeada en la cabeza con una pieza de una máquina agrícola, que está tirada en el suelo.

Las sospechas apuntan hacia Zapata, que no aparece pese a que numerosos guardias civiles y policías municipales de Paradas rastrean el paraje. A última hora de la tarde, en una cuneta y cubierto de paja hallan otro cadáver al final de un reguero de sangre, pero no es el capataz, sino el tractorista Ramón Parrilla. La hipótesis más verosímil es que recibió un tiro y, herido, trató de escapar hasta que fue alcanzado por el asesino o los asesinos.

Contra su costumbre, el marqués y su administrador se quedan a dormir esa noche en el cortijo. Lo harán también la siguiente, con la finca custodiada sólo por un par de guardias civiles. El día 25, con las primeras luces, un agente descubre muy cerca de la casa, en un lugar que ha sido examinado una y otra vez, un quinto cadáver bajo unos sacos de paja. Esta vez sí es el de Zapata. Tiene el cráneo destrozado por un golpe asestado por la espalda con la misma pieza metálica que se encontró en su habitación.

El funeral se celebra días después en la iglesia parroquial de Paradas y se convierte en una ceremonia de duelo y sospecha. Bajo la mirada de la 'Magdalena penitente' pintada por El Greco, muchos de los asistentes -allí están los marqueses y el administrador, los trabajadores de la finca, los familiares de las víctimas y centenares de vecinos del pueblo- parecen estar convencidos de que los asesinos están allí, entre ellos, participando en el sepelio.

El caso pasó de un juez instructor a otro durante años. Incluso intervino en la investigación el famoso forense Luis Frontela. Una hipótesis que se mantuvo abierta durante un tiempo fue la de que el crimen se debió a una disputa familiar entre los dos matrimonios -González había pretendido tiempo atrás a una hija de los Zapata- y de que fue el tractorista quien mató a los demás. Parrilla habría tenido la mala suerte de estar allí en el peor momento. Finalmente fue desechada.

El escritor Alfonso Grosso investigó por su cuenta y publicó el resultado de su trabajo en una novela titulada 'Los invitados', llevada al cine. Él siempre defendió que los asesinos llegaron de fuera y que el móvil era un asunto de drogas, pero ningún juez hizo demasiado caso a su versión.

El caso prescribió y figura como uno de los mayores fracasos de la investigación policial española.

Miércoles 25 de junio de 1986. Andrés Martínez conduce su camión, un Volvo F-12 cargado con 20.000 litros de ácido sulfúrico fumante, por la N-1 camino de Somosierra. Viaja rumbo a Bilbao, acompañado de Carmen Gómez, su esposa, y su hijo Juan Pedro, de 10 años. Los tres tienen la intención de disfrutar de unos días de descanso en el País Vasco, una vez entregada la carga.

Casi está amaneciendo cuando paran a desayunar en un mesón de Cabanillas de la Sierra. En la posterior investigación policial, el camarero que los atiende dará detalles suficientes para corroborarlo sin lugar a dudas. Es el último testigo que los ve con vida.

El camión reanuda la marcha. El posterior examen del tacógrafo revelará que entre Cabanillas y el punto kilométrico 95 -algo menos de 50 kilómetros- de la vieja N-1, aún no desdoblada en autovía, el vehículo emplea una hora y 23 minutos. Un tiempo inusualmente largo que sólo se explica por el hecho de que se detiene una docena de veces. Los investigadores no encontrarán explicación alguna para ello y nada indicaba, al menos hasta la parada para desayunar, que el camión tuviera problemas mecánicos.

A las 6.40, el Volvo desciende el puerto de Somosierra a gran velocidad. Algunos testigos con los que hablará la Guardia Civil minutos más tarde aseguran que iba «casi a 200 por hora». El tacógrafo demostrará que circulaba a 120. Andrés Martínez hace una verdadera 'gymkana', ayudado por el escaso tráfico que hay a esa hora y por la existencia de un segundo carril en sentido ascendente. Ante la mirada aterrada de los conductores con los que se encuentra, adelanta a dos camiones, esquiva a duras penas a un tercero que sube y choca lateralmente con otro antes de salirse de la calzada, volcar y perder buena parte de su carga.

Cuando llega la Guardia Civil, una nube tóxica se eleva sobre la zona, por el contacto del ácido sulfúrico con las aguas de un arroyo que vierte en el río Duratón. Los agentes cortan el tráfico en la vía (así seguirá casi 20 horas) y alertan sobre la posibilidad de un desastre ecológico. Hacia las nueve de la mañana, los bomberos extraen dos cuerpos del amasijo de hierros humeantes en que se ha convertido la cabina del camión. Son los del conductor y su esposa. Durante horas, los partes oficiales hablan sólo de esas víctimas mortales (el conductor del último vehículo con el que ha colisionado el Volvo ha resultado herido grave). Por la tarde, cuando logran identificar los cuerpos y se ponen en contacto con la familia, en Murcia, la madre de Carmen pregunta por el niño. Hasta ese momento, la Guardia Civil no sabía que debía buscar a una tercera persona.

Los agentes revisan de nuevo los restos y descubren un trozo de una zapatilla infantil. Después rastrean la zona a conciencia, cada vez más lejos del lugar del accidente hasta llegar al punto más alto de la carretera. Nada, ni rastro del niño. Vuelven a interrogar a los testigos pese a que algunos han demostrado ser muy poco fiables. Uno de ellos asegura haber visto instantes después del accidente una furgoneta que también descendía el puerto a gran velocidad y que se detuvo a la altura del Volvo. Siempre según esa versión, dos hombres bajaron de la misma, se acercaron al camión, sacaron una bolsa de entre los restos de la cabina y se la llevaron.

Durante meses circulan diferentes teorías sobre el niño -varias personas aseguran haberlo visto en distintas ciudades españolas- y las causas del accidente. Los investigadores estudian la posibilidad de que el cadáver del pequeño se disolviera en el ácido sin dejar restos, pero la descartan. Poco a poco se abre paso la hipótesis de que en el camión podían transportar algo más que ácido. Eso justificaría tantas detenciones en la subida a Somosierra (¿debían entregar algo a alguien?) y la velocidad de vértigo del descenso. Quizá Andrés Martínez estaba huyendo, pero no se encuentra ninguna pista sobre de quién huye. En cuanto a Juan Pedro, nunca se ha podido demostrar si en el momento del accidente iba en el camión o si en una de esas paradas cambió de vehículo. De manera oficial, la desaparición del niño de Somosierra no tiene explicación y sus padres murieron en un accidente fortuito.

David Guerrero, un niño malagueño de 13 años, salió de su casa el día 6 de abril de 1987 y nunca regresó. El 'niño pintor', como empezaba a ser conocido en el reducido círculo que frecuentaba las galerías de arte de la capital, había expuesto en una de ellas un cuadro que representa la imagen del Cristo de la Buena Muerte, uno de los pasos -tronos, los llaman allí- de la Semana Santa local. Los críticos se fijaron en él y pronto conocieron la historia del muchachito, que manejaba los pinceles incluso antes de saber leer.

Aquel lunes había quedado para hablar con un periodista. Después de comer se entretuvo viendo la televisión. La madre lo recuerda algo nervioso, quizá por tener que enfrentarse a su primera entrevista. Su marido tenía intención de acompañarlo pero un asunto relacionado con su trabajo se lo impidió. Por eso le preguntó si conocía el lugar al que debía ir, una galería donde se exponían algunos otros cuadros suyos, e incluso le ofreció hacerle un pequeño plano. Pero el muchacho le contestó que no lo necesitaba porque sabía el camino.

David salió de casa a media tarde para coger el autobús en una parada próxima. Es lo último que se sabe de él. Los padres denunciaron su desaparición entrada la noche, cuando se alarmaron por la tardanza y se enteraron de que ni siquiera llegó a la galería.

Los investigadores se centraron primero en la posibilidad de una fuga voluntaria, pero en la personalidad de David no encajaba un comportamiento así. Tampoco el hecho de que saliera de casa sin documentación y con muy poco dinero. La familia nunca creyó probable que la desaparición estuviera relacionada con su faceta artística, dado que muy poca gente sabía de su valía. Sin embargo, en cuanto trascendió la denuncia, varias personas pretendieron comprar sus cuadros.

Años después, descubrieron el cadáver de un joven en Gibralfaro. La Policía estimó que podía ser el de David, pero las pruebas de ADN lo descartaron. Mientras tanto, son muchos quienes creen haberlo encontrado. Una pareja de viaje de novios en Portugal vio a un joven que podría tener su edad en ese momento y pintaba en la calle. Lo grabaron en vídeo y a su regreso llamaron a los padres. Tampoco era. Si está vivo, David Guerrero tiene ahora 36 años.

El arquitecto Ricardo Urgoiti fue asesinado el 30 de septiembre de 1972 en Madrid. Tres jóvenes llamaron a la puerta de la empresa de su propiedad, una pequeña constructora cuya oficina estaba en la calle Máiquez, muy cerca del parque del Retiro, y encañonaron a la secretaria cuando ésta abrió. Urgoiti fue a ver qué sucedía y nada más aparecer en el vestíbulo uno de los asaltantes disparó sobre él. La bala penetró por un ojo, causándole una muerte instantánea. El aparejador de la empresa que, sorprendido por el ruido corrió también a la puerta, recibió otro balazo, aunque sólo sufrió una herida menor. Ahí acabó todo. Los tres hombres salieron a la calle sin pronunciar palabra, se subieron a un coche en el que un conductor les esperaba con el motor en marcha y huyeron.

La Policía fue descartando uno tras otro posibles móviles: los asaltantes no tenían intención de robar, ni en aquella oficina había nunca una suma de dinero que justificara la participación de cuatro personas en el ataque; no se halló nada en la vida personal y profesional de Urgoiti que pudiera haberle creado enemistades tan profundas; no había ningún indicio de que se tratara de un crimen político ni de que el arquitecto hubiese sido víctima de alguna mafia; se descartó incluso un asesinato por error tras haber investigado a personas con las que pudo haber sido confundido.

Semanas después, la Policía detuvo a varios jóvenes por atracar algunas gasolineras de la capital. A uno de ellos se le relacionó con el asesinato. Pero, cuando fue sometido a una rueda de reconocimiento, ni la secretaria ni el aparejador lo identificaron. Pasado un tiempo, el juez dictó libertad bajo fianza para el atracador. Dos días después, su familia denunció su desaparición, lo que añadió confusión a un caso en el que la Policía nunca tuvo ninguna pista sólida. Fue uno de los más célebres expedientes policiales sin resolución de los años setenta.