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«Sin afán de complacer»

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Toda la vida, y no la tuvo corta, le persiguieron dos fantasmas. El primero, el de ese malhadado Holden Caulfield, el adolescente protagonista de El guardián entre el centeno, uno de esos libros, raros en la historia de la literatura, que tienen el poder de devorar a su autor.

Después de alumbrar a un héroe convertido en arquetipo universal, o lo que es más terrible, en lugar común de tantos no-lectores (o lectores de un solo libro), es muy difícil que un escritor vuelva a ser el mismo. Cuando las proporciones del fenómeno se disparan como a él le sucedió, quizá sea inevitable transformarse en alguien un poco anormal.

El segundo fantasma acabó siendo él mismo. Lo levantó a pulso, con su respuesta tan denodadamente huraña a la celebridad, llevada al extremo de convertirse en el ogro de referencia, lo que le exponía a que le pasara lo que al final le pasó. Desde esas memorias de la hija, puro pasto para buitres, hasta los chismorreos y los tópicos banales sobre su misantropía.

Ahora que se ha muerto, quizá sea el momento de recuperarlo, libre al fin de esos dos fantasmas que en vida no lo dejaron en paz. Queda aún, para muchos, la opción de descubrir a otro Salinger. No el pobre autor rehén de una novela mítica y resobada, no el eremita gruñón; sino el narrador insólito y portentoso que, por ejemplo, publicaba el 8 de abril de 1950 en The New Yorker uno de los relatos más formidables escritos en el siglo XX: Para Esmé, con amor y sordidez.

Viajen a esas páginas (no es difícil encontrarlas) y déjense deslumbrar por el cuentista insolente que formulara, todavía libre del peso de su leyenda, desde el desparpajo y la verdad que el tiempo se ocuparía vilmente de arrebatarle, esa brava y ejemplar declaración de intenciones: “Si estas notas procuran uno o dos momentos de incomodidad, mucho mejor. Aquí nada va con afán de complacer”.