Sociedad

100 del Falla

Un siglo da para mucho: desde 1910 el escenario gaditano ha sido un fiel reflejo de la evolución social y cultural de la ciudad

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La primera vez que subió el telón del Falla, la noche del 12 de enero de 1910, sonó una sinfonía de Barbieri. Después le tocó el turno a ‘La Bohéme’, de Puccini. Los responsables de la solemne inauguración no quisieron tentar a la suerte. Su antecedente inmediato, el Gran Teatro, había quedado reducido a cenizas en la madrugada del 6 de agosto de 1881. Diez años antes, la obra elegida para su puesta de largo había sido ‘Fausto’. Curiosamente, en el completo programa oficial que abría las puertas del nuevo coliseo gaditano (que era el Falla, aunque aún no se llamaba así), figura ‘Jugar con fuego’. Un guiño involuntario y desafortunado, teniendo en cuenta la magnitud de la catástrofe en que había acabado el último intento de dotar a Cádiz de un espacio escénico de primera. El incendio del Gran Teatro había destrozado el edificio, consumido el mobiliario y devorado el atrezzo. En total, 130.000 duros de la época en pérdidas. No tardaron mucho algunos prohombres de entonces en intentar resarcir a la ciudad de la tragedia. El mismo 6 de agosto quedó constituida una comisión, de la que formaban parte comerciantes, empresarios y banqueros, cuyo objetivo era recaudar un capital mínimo de un millón de pesetas para levantar un nuevo teatro. La tarea, por entonces, se consideró prioritaria. El teatro, en el Cádiz del finales del XIX, no era sólo una cuestión cultural, sino también social, antropológica y casi filosófica.

Bombas y máscaras

Para entenderlo hay que remontarse casi un siglo atrás, cuando el nacimiento de una nueva conciencia social se abrazó a la defensa de la independencia nacional tras la invasión francesa. De esa vorágine de cambios surgió el concepto de libertad popular, que encontró en el Teatro un cauce de expresión preciso y oportuno. Si ya de por sí Cádiz tenía fama de ciudad ligada a la escena desde antiguo, el cerco napoleónico fijó la verdadera dimensión del asunto. En la apretadísima agenda de sesiones de las Cortes, no hubo más remedio que buscar un hueco para atajar la polémica (bien asentada en la calle) de si debían o no seguir las representaciones mientras el ejército imperial sembraba de bombas las trincheras de San Fernando.

No sólo continuaron las obras, sino que además se puso en marcha el teatro del Balón, entendido por su promotor, don Manuel García, como un recurso para «proporcionar entretenimiento a los asediados en un lugar seguro, por estar el teatro alejado del fuego de los cañones franceses». Al fin y al cabo, cualquier excusa era buena. Para los gaditanos, las funciones de títeres, las comedias y los bailes se convirtieron en algo tan habitual que incluso las representaciones particulares (organizadas por aficionados, en los patios de vecinos) tuvieron su momento de esplendor durante buena parte del XIX.

Arriba el telón

El Gran Teatro (antes de su rebautizo en honor al compositor del ‘Amor brujo’), abrió sus puertas en 1910 con la responsabilidad de ejercer de heredero del coso incendiado, el Principal y el Balón, auténticos templos de la expresión popular, pero también con la obligación de brindar una programación de altura para un público que, con una tradición escénica incuestionable, demandaba algo más que cómicos, cabezudos y castañuelas.

El grado de exigencia era tal que incluso llegó a incluirse la entidad de las piezas como un elemento a evaluar antes del arrendamiento. Era una condición más, reconocida por contrato. Había lugar para «representaciones teatrales de toda clase, conciertos, veladas y sesiones conmemorativas». Pero no para «proyecciones de cinematógrafo, circo ecuestre, cuadros flamencos y ciertas varietés». Así que el telón del Gran Teatro se fue levantando, en aquella temporada inaugural, para los Álvarez Quintero, Pablo Gicacometti, Pérez Galdós, Ibsen y Shakespeare.

Por su escenario pasearon las principales figuras de la época (arrasó la sin par Camencita Pérez), las compañías más prestigiosas (la de María Guerrero llenó ocho días con obras de Benavente, Villaespesa y Muñoz Seca, y volvió después con los Álvarez Quintero y Oscar Wilde) o la mítica Margaria Xirgú (con ‘Marianela’). En sus tablas debutó en 1923 La Argentinita, y siempre hubo sitio en el programa para festivales benéficos, aunque fueran para causas como la Guerra del Rif. El 3 de diciembre de 1926 el coliseo pasa a llamarse por fin Gran Teatro Falla. La decisión se toma en el marco de un gran homenaje que la ciudad rinde al músico, en el que, además, se le hizo entrega del título de Hijo Predilecto. A ese hecho histórico no tardó en sucederle otro. El 27 de febrero de 1927 dos chirigotas llevaron por primera vez su repertorio al que luego sería el escenario por excelencia del Concurso de Carnaval. Fueron Los pelotaris y Los Cristerpines bufos.

Patria y zarzuela

Hasta la Guerra Civil, el flamante Teatro Falla mantuvo intacto su nivel de exigencia. Las actuaciones de Arturo Rubinstein, Jan Sterling, Sainz de la Maza, Teodor Ritch o un joven Andrés Segovia dan fe de ello. Despuntaban también Estrellita Castro (1933), Raquel Meller (1936) o la Niña de los Peines (con Pepe Pinto, en 1932). La mayoría de las noches se colgaba el cartel de ‘completo’.

Estalló la guerra y el Teatro, fiel espejo de la realidad, lo notó de lleno. Los primeros espectáculos tras la sublevación militar contra la República fueron una gran función a beneficio de los comedores municipales, patrocinada por el alcalde Ramón de Carranza, y un festival organizado por Falange en el que se interpretaron las obras ‘El enemigo mundial número uno’ y ‘El triunfo de la voluntad’. Después, la programación se llenó de espectáculos «que deberían ver todos los buenos españoles», y que en general respondían a las consabidas directrices de control ideológico y adoctrinamiento del nuevo régimen. ‘España en llamas’ u ‘Homenaje al Generalísimo’ son sólo dos muestras representativas del cariz de las piezas. Le tocó el turno a la zarzuela (mucha, mucha zarzuela), espectáculos de variedades y atracciones generales que eludían cualquier tipo de dramatismo e invitaban a un disfrute limpio de crítica o reflexión. Con el Carnaval prohibido, las danzas y bailes típicos se sucedieron hasta el 45, aunque algunas de las estrellas del momento siguieron encontrando en el Falla un público expectante y agradecido. Conchita Piquer (1941), Carmen Montoya (42) o Lola Flores y Manolo Caracol (1944) firmaron algunas de las actuaciones más recordadas. Se trataba de aliviar los difíciles años de la postguerra y el flamenco tomó protagonismo, junto con los ya citados actos de exaltación patriótica, que fueron perdiendo fuelle en los 60.

Juanito Valderrama (1947), Paquita Rico (1949), Rafael Farina (1959) o La Chunga (1965) compartieron programaciones con compañías líricas y dramáticas, como la de María Asquerino, Martínez Soria, Ismael Merlo o Amparo Rivelles. En el 49, se celebró el primer concurso de Carnaval.

Hasta los 70, el Teatro Falla no vuelve a recuperar prestigio en sus dos grandes fuertes: teatro puro y música clásica. Todas las grandes compañías que querían labrarse un nombre a nivel nacional, pasaban obligatoriamente por el escenario gaditano: Gemma Cuervo y Fernando Guillén (1971), Enrique Diosdado (1972), Adolfo Marsillach (1972), Lola Herrera (73), Irene Gutiérrez Caba (1974), María Luisa Merlo y Carlos Larrañaga (1976), Nuria Espert (1977) o las Orquestas Nacionales de España, Checoslovaquia y Rumanía, marcaron los años de la Transición. Con la Democracia, llegó la hora de Amancio Prada, Jarcha, o Lluis Llach, que tuvieron una dura competencia por parte del boom folclórico liderado por Rocío Jurado (1977), Isabel Pantoja (1978) o las incombustibles Paquita Rico y Lola Flores. Alcances, la genial idea de Quiñones, sirvió también para que muchos gaditanos se acercaran al Falla a disfrutar del cine como un arte que se reivindicaba de primer orden, y se recuperara, de alguna forma, la dimensión del Teatro como una excepcional sala de proyecciones.

En 1984, los arquitectos Rafael Otero y José Antonio Carvajal asumen la redacción de un proyecto de rehabilitación integral del edificio. Otero recuerda que el teatro presentaba todas las patologías propias de un edificio con un mantenimiento deficiente, al que el paso del tiempo había afectado tanto a nivel interno como externo. «Los retos fueron muchos y variados, desde la estabilización de la estructura interior, para garantizar la seguridad del edificio, hasta devolverle la imagen que el arquitecto Cabrera de la Torre le quiso infundir dentro de su estilo neomudéjar», una tarea en la que también resultó fundamental el trabajo de restauración de los lienzos.

A Josefina Junquera, concejala de Cultura del Ayuntamiento de Cádiz por entonces, le correspondió perfilar el programa inicial del recién remodelado Falla. «Antes de que finalizaran las obras, la imagen era desoladora: las butacas levantadas, las pinturas del techo a medio restaurar, arena, mezcla y polvo, así que nos pusimos a la tarea de buscar subvenciones para darle luego contenido al espacio que estaba gestándose».

Tras recuperar la gestión pública del Teatro, «con la intención de que la programación respondiera a las demandas del pueblo», hubo que poner en marcha una maquinaria «muy compleja, de personal, dotación técnica, mobiliario, que hacía que el solo hecho de abrir sus puertas costara un dineral».

Recuerda cierta polémica porque había que asumir que «el desarrollo de todas las fases preliminares del Concurso de Carnaval en el Falla suponía, además de un tiempo de ocupación considerable, un deterioro evidente de las instalaciones». Así que «por supuesto que el Carnaval tenía que tener su espacio como una manifestación popular democrática y con mucho predicamento, pero había que reducir las sesiones, incluso en beneficio de la propia competencia entre las actuaciones».

Por lo demás, el principal reto fue «recuperar la dignidad del Falla como un escenario en el que recitales, conciertos y obras de teatro estuvieran a la altura del Falla, que el público que se acercara al Teatro lo hiciera sabiendo que había un criterio de calidad, un Norte, unos objetivos marcados». Vicente Ferrer, otro de los implicados en el proyecto, todavía se autodefine como «parte de un equipo que quiso devolver al Teatro Falla su condición de lugar abierto a la sociedad». Sólo el público puede decir si, desde entonces hasta hoy, se ha conseguido.