Sociedad

El sueño de Pablo

Pablo Sáinz Villegas quedó embrujado cuando, siendo muy niño, escuchó a Andrés Segovia. Ahora pasea su guitarra por los mejores escenarios del mundo

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Pablo Sáinz Villegas (Logroño, 1977) retiene en su memoria tres fogonazos. Tres recuerdos infantiles que, tras muchos años de disciplina y de estudio, han diseñado lo que ya es: uno de los guitarristas clásicos más aclamados del mundo. Primero se le clavó una imagen de Andrés Segovia en la televisión. Pablo era muy niño, pero quedó subyugado por la melodía mágica que brotaba de los dedos del maestro. Luego, revivió aquella sensación cuando sus padres le llevaron a un recital que otro grande, Narciso Yepes, ofrecía en su ciudad. Finalmente, consiguió su primera guitarra, una Ramírez, y comenzó a divertirse, a jugar con ella, a sacarle sonidos, hasta que, a los siete años, se subió por primera vez a un escenario. «Fue una pieza muy sencilla, pero recuerdo como si fuera hoy aquella emoción profunda». Una emoción idéntica a la que, 25 años después, sigue sintiendo cuando toca en Viena, San Petersburgo o Madrid. «La música -apunta- exige mucha concentración, mucho trabajo, pero jamás debe perder esa frescura de la niñez, esa capacidad de sorpresa».

La biografía de Pablo Sáinz Villegas está marcada por tres lugares: Logroño, donde nació; Weimar, donde estudió; y Nueva York, donde vive. Ahora recuerda con una sonrisa su llegada a Alemania, con dieciocho años, una maleta y una guitarra. «Era una tarde de octubre, nevaba y estaba oscuro. Me alojé en un cuarto de una casa muy vieja, sin reformar, de la antigua RDA. Lloré -confiesa-. No sabía nada de alemán, mi familia se había quedado en España, no conocía a nadie. Tuve la tentación de abandonarlo todo». Su constancia le dio fuerzas para continuar y, poco a poco, fue venciendo todos los obstáculos: aprendió el idioma, hizo amigos, se trasladó a Berlín («entonces era una explosión de contraste cultural»), dio conciertos y acabó disfrutando de un país que «rinde pleitesía a la música». Hasta que sintió la necesidad de avanzar un paso más en su carrera y decidió mudarse a Nueva York. Llegó a la capital del mundo el 4 de septiembre de 2001. Una semana después, desde la ventana de su hotel en Manhattan, notó la sombra de un avión que volaba a una altura extraña. Segundos más tarde, las Torres Gemelas se habían desplomado, miles de personas yacían en el suelo y el mundo era de repente un lugar terrible e inhóspito: «Lo viví todo en primera persona. El atentado, la conmoción, la psicosis del ántrax... Incluso me planteé regresar a España». Pero, una vez más, siguió adelante. Y, pasado el susto, cayó enamorado de su nueva ciudad: «Nueva York es un sitio fantástico, con gentes de todas las culturas y de todas las razas. La vida tiene mucha chispa».

Tras haber actuado en 26 países y después de haber tocado con las grandes orquestas del mundo (la Filarmónica de Nueva York, la Sinfónica de Moscú, la Filarmónica de Israel...), Pablo aspira ahora a lograr «una música más pura» y una comunicación «más diáfana y fluida» con su público. El joven riojano ya ha alcanzado su sueño infantil: aquel que acuñó cuando vio en el televisor de su casa, todavía en blanco y negro, a Andrés Segovia acariciando una guitarra.